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Hotel Westin Palace, 7 de abril, 11.40 h


– Buenos días, Victor.

– Me preguntaba cuándo ibas a llamar, Richard.

Victor caminaba nerviosamente arriba y abajo de la habitación en ropa interior, con el móvil en la oreja y las cortinas corridas para amortiguar la fuerte luz del mediodía. Los restos de su desayuno del servicio de habitaciones a base de café, cereales, jamón y huevos con tostadas descansaban en una bandeja, cerca de la puerta. Tenía la televisión puesta sin sonido, en un canal de dibujos animados.

– ¿No te estarás preocupando por esto, no? Siempre llamo cuando he dicho que lo haré. Quizás a veces lo hago un poco más tarde de lo que te gustaría, pero siempre llamo, ¿no es así, Victor?

– Sí, Richard, siempre lo haces.

– ¿Fuiste anoche al hotel Ritz, tal y como te pedí?

– Sí, claro. Pedí una bebida en el salón, tal como me dijiste, y luego tomé el ascensor hasta la segunda planta con otros huéspedes. Luego subí a la tercera, solo. Me pediste que intentara llegar a la cuarta, donde se hospedaba el presidente. El ascensor tenía el acceso bloqueado a la cuarta y las escaleras estaban controladas por lo que parecía ser personal de seguridad. Cuando me preguntaron adónde iba, les dije que simplemente estaba paseando antes de encontrarme con un amigo que debía tomarse una copa conmigo. Me dijeron que no podía subir, así que les di las gracias educadamente y me marché. Luego volví a bajar, me terminé la copa como me dijiste y volví andando hasta mi hotel. Y ahí es donde estoy ahora.

– Los de seguridad te vieron.

– Sí, claro. Pero no hubo ningún problema.

– Bien, Victor; muy bien. -Richard hizo una pausa-. Tengo otra misión para ti.

– ¿De qué se trata, Richard?

– Quiero que vayas a Francia, a un hipódromo a las afueras de París.

– De acuerdo.

– Haz las maletas ahora y baja a recepción. Allí encontrarás un sobre con el billete de avión a París y las instrucciones que deberás seguir cuando llegues.

– ¿Es de primera clase, el billete?

– Claro, Victor.

– ¿Y quieres que me vaya ahora?

– Sí, Victor. Tan pronto como cuelgues.

– Muy bien, Richard.

– Gracias, Victor.

– No, Richard, gracias a ti.


12.45 h


Sentado en una mesa del fondo de un pequeño café en el centro del casco antiguo de Madrid, a casi dos kilómetros del hotel Ritz, había un hombre alto, delgado y de pelo escaso, vestido con un jersey negro, unos vaqueros y zapatillas de deporte. Tomaba una taza de café solo a sorbos y observaba a la gente que empezaba a llenar el local para el tentempié de media mañana. El hecho de que hablara español con fluidez ayudaba, porque lo hacía parecer más normal y menos extranjero de lo que era. De momento, como había sido el caso toda la mañana mientras erraba por las calles tratando de orientarse, nadie le había echado ni un vistazo más de lo normal. Tenía la esperanza de seguir así y de que nadie se diera cuenta de que el hombre que se sentaba a solas entre ellos era John Henry Harris, el presidente de Estados Unidos.


Cuando era niño, Johnny Harris había oído la advertencia de doble filo de su padre con la suficiente frecuencia. La primera parte era: «Piensa siempre por ti mismo y no temas actuar cuando sea necesario». La segunda parte llegaba siempre de inmediato: «Y por el mero hecho de que las cosas parezcan cómodas, no creas que no pueden cambiar de manera repentina, porque no sólo pueden, sino que lo harán».

Si ese principio, a menudo irritante, le había ayudado a prepararse para reaccionar ante el repentino y cruel giro del destino aquí en Madrid, dos retazos más de su formación lo habían ayudado casi por igual. Primero, cuando de joven trabajó en granjas y ranchos en su ciudad natal de Salinas, California, donde aprendió a hablar español hasta el punto de poder cambiar de un idioma al otro con extrema naturalidad, y donde tuvo que aprender a hacer casi de todo, incluido pilotar avionetas fumigadoras, de donde provenía su nombre en clave para el Servicio Secreto. Segundo, como ayudante de ganadería hizo de carpintero y más tarde de contratista de obras. Trabajó principalmente en la remodelación de viejos edificios comerciales en Salinas, y luego más al norte en San José. Como resultado, estaba familiarizado con todos los trucos de la construcción: las necesidades estructurales y mecánicas, la electricidad, la fontanería, la climatización y el uso de los espacios según la función y el diseño. Los edificios más antiguos requerían mayores cuidados, en especial cuando había que instalar calefacción central y sistemas de aire acondicionado en la arquitectura original y adaptarlos a espacios que inicialmente no estaban diseñados para ellos. El hotel Ritz de Madrid había abierto sus puertas en 1910, y desde entonces había sufrido varias remodelaciones. Ignoraba cuándo habían instalado el sistema de calefacción central y de refrigeración, pero lo que sí sabía era que el Ritz era un hotel grande, lo cual significaba que las canalizaciones de calefacción y aire acondicionado serían considerables: las tuberías principales podían llegar a tener hasta dos metros de ancho, mientras que las secundarias podían llegar a un metro de ancho por sesenta centímetros de alto. Las secundarias estarían escondidas en los falsos techos de los pasillos y en ciertas zonas individuales de las habitaciones. Los tiros principales tendrían, o deberían tener, escaleras incorporadas para que resultara fácil acceder al interior del sistema desde el sótano hasta la azotea.

Sabía que el equipo de avanzada del Servicio Secreto habría registrado estos huecos y se habrían asegurado de que eran seguros mucho antes de la llegada de la comitiva presidencial. Eso significaba que estarían cerrados por puntos específicos de entrada: los paneles de acceso de la azotea y el sótano. Lo que no habrían tenido motivo para tener en cuenta era que tanto en la azotea como en el sótano, esos mismos paneles de acceso tendrían pestillos internos de seguridad para evitar que nadie pudiera quedarse atrapado en su interior. Eso significaba que los paneles se podían abrir desde dentro y se volvían a cerrar automáticamente cuando la persona había salido. Teniendo en cuenta la necesidad de espacio practicable de cualquier edificio comercial -y el Ritz, como edificio antiguo actualizado, no sería distinto-, era más que probable que el fondo de los conductos de aire estuvieran incorporados a zonas ya existentes del sótano, un almacén o una sala de máquinas, o incluso la lavandería.

Fueron estos conocimientos y esa suposición los que ayudaron a John Harris a llevar a cabo su fuga. Le llevó cerca de dos horas y le resultó mucho más difícil de lo que esperaba. Los conductos laterales eran mucho más estrechos de lo que había calculado e hizo una serie de giros que le llevaron a callejones sin salida y le obligaron a corregir su trayectoria a oscuras. Usó varias cajitas de cerillas para iluminarse el camino y empezó a pensar que se iba a quedar allí atrapado para siempre cuando, finalmente, encontró una tubería principal y empezó a bajar.

Varios nudillos y parte de la espinilla le quedaron en carne viva y tenía todo el cuerpo dolorido por el esfuerzo físico que supuso la huida, pero, al final, su intuición fue correcta y funcionó: la ruta principal de ventilación se abría mediante un panel de acceso a una sala grande de provisiones, en el sótano del edificio. Una vez fuera, el panel se había cerrado automáticamente detrás de él y pudo bajar por un corto y mal iluminado pasadizo hasta un punto cercano a la rampa de carga, donde se había escondido tras un congelador enorme hasta que llegó un camión de mercancías poco después de las tres de la madrugada. Vigiló cuidadosamente, aguardando mientras dos hombres descargaban el camión. Luego, cuando entraron en la cabina del vehículo para firmar los albaranes de entrega, se deslizó en medio de la carga y se escondió detrás de unas cajas de lechugas hasta que el conductor subió y se marcharon, sorteando tanto a sus agentes del Servicio Secreto como a la seguridad española apostada fuera. La siguiente entrega de mercancía era en un hotel a unas cuantas manzanas de allí. Ahí esperó hasta que el conductor estuvo dentro y entonces, sencillamente, saltó del camión y se marchó protegido por la oscuridad.

Ahora, cuando eran ya casi las doce del mediodía, permanecía sentado, todavía sin que nadie lo hubiera reconocido, tomando un café en la pequeña cafetería del casco viejo, con la cartera en su bolsillo de atrás del pantalón -una cartera en la que llevaba el permiso de conducir de California, tarjetas de crédito personales y casi mil euros en efectivo- y sin el tupé postizo que sólo su barbero y él sabían que llevaba habitualmente. Era totalmente consciente del revuelo que se habría armado cuando hubieran descubierto su desaparición e intentaba decidir cuál era la mejor manera de trasladarse desde donde estaba hasta donde quería ir sin que nadie lo reconociera y se disparara la alarma.

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