14.50 h
Todo eran colores e imágenes, como si estuviera flotando por un sueño.
Demi recordaba sólo fragmentos del mismo.
– Tenemos cosas que hacer -había dicho el reverendo Beck, apenas unos segundos después de que Nicholas Marten saliera del reservado del restaurante Abat Cisneros en busca del presidente. Demi recogió sus cámaras y su bolsa de material en un santiamén y cruzó la puerta detrás de Beck y de Luciana. A los pocos segundos cruzaban la plaza de delante de la basílica y se dirigían hacia el funicular que remontaba las montañas más arriba del monasterio, hasta la antigua ermita de Sant Joan.
Fue allí, cuando entraban en el vagón verde del funicular, cuando empezó a sentir una especie de euforia que no había experimentado nunca antes. Casi al mismo tiempo, los colores empezaron a intensificarse y la realidad a su alrededor -el reverendo Beck, Luciana, el monasterio, el mismo funicular y los turistas que se agolpaban dentro- empezó a desdibujarse. Tal vez fuera por algo que le habían echado al café. Fue un pensamiento fugaz que se disolvió hacia una agradable bruma, casi psicodélica, de carmesí translúcido, luego turquesa y luego de un tono siena. La envolvió un lento, suave y sinuoso azul oscuro matizado con amarillo.
De la mano de aquellas sensaciones tenía el vago recuerdo de estar andando por las ruinas de una antigua iglesia y ver un pequeño todoterreno aparcado junto a una pista estrecha de montaña. Un chófer joven y guapo permanecía junto al vehículo mientras el reverendo Beck la ayudaba a entrar en el asiento de atrás. Después le vino la sensación de que el vehículo arrancaba y luego aceleraba por un camino irregular. Beck parecía ir en el asiento, a su lado, y Luciana delante, al lado del conductor.
Pronto se encontraron viajando por un altiplano rocoso y luego el todoterreno vadeó un riachuelo de montaña y remontó una zona de coníferas. Más tarde bajaron hacia un pequeño valle lleno de pastos primaverales y en el que se empezaba a posar una fina capa de neblina. No mucho después pasaron debajo de un arco alto de piedra y luego, rápidamente, llegaron a las ruinas de otra iglesia antigua, ésta cerca del pie de una elevada formación rocosa. Ahí se detuvieron y salieron del coche, y Beck los condujo arriba de un sendero empinado y lleno de curvas.
Al cabo de unos momentos pasaron por debajo de otra formación rocosa elevada y cruzaron un puente de piedra natural, entre abismos que caían a más de treinta metros por ambos lados. El extremo del fondo quedaba a la sombra, y cuando lo alcanzaron Demi vio la entrada de una cueva grande y a varios monjes, ataviados con túnicas oscuras y con capucha, que hacían guardia a ambos lados de la misma.
– La iglesia dentro de la montaña -dijo Beck al entrar.
Dentro, la caverna se elevaba a una altura enorme y estaba iluminada por la luz parpadeante de lo que parecían mil velas votivas. Ahí había más monjes con túnicas y capuchas haciendo guardia. Luego penetraron en una segunda cámara. Como la primera, estaba iluminada con velas, sólo que ahí había estalactitas y estalagmitas que colgaban del techo y se elevaban del suelo en formaciones espectaculares.
Cuando estaban a medio cruzar esta segunda cámara Demi vio la iglesia. Era un lugar que, en el estado de euforia que todavía experimentaba, parecía ser el santuario que había estado esperando. Al entrar vio una serie de arcos de piedra que se levantaban hasta muy arriba de la nave para formar el techo, mientras que debajo había dos galerías de madera, una a cada lado y montadas sobre enormes maderas macizas, apoyadas a unos cuatro metros por encima de unas enormes piedras pavimentadas talladas a mano que hacían de suelo. Directamente delante, al fondo de la nave, había un altar ornado y pintado con pan de oro.
Demi se volvió para mirar a Beck, como si quisiera preguntarle sobre todo aquello, cuando vio a una joven con un vestido blanco y largo hasta los tobillos que se les acercaba. Tenía unos bellísimos ojos castaños y una sedosa cabellera negra que le caía hasta la cintura. Posiblemente fuera la criatura más bella que Demi había visto en su vida.
– Demi -la mujer hizo una amplia sonrisa al acercarse-, me alegro mucho de que hayas venido.
Demi se detuvo en seco. ¿Quién era aquella mujer que parecía conocerla? De pronto, su cara le resultó asombrosamente familiar. Pero ¿de qué la conocía? ¿Y de dónde o de cuándo? Entonces cayó en la cuenta: Cristina. Era la joven que compartió la cena con ellos en el Café Trípoli de Malta.
– Debes de estar cansada por el viaje -le dijo Cristina con calidez-. Permíteme que te acompañe a tu habitación, así podrás descansar.
– Yo… -Demi vaciló.
– Ve con ella, Demi -El reverendo Beck le sonrió, tranquilizándola-. Querías saber cosas del aquelarre de Aldebarán. Esto es parte del mismo. Esta noche verás más cosas. Y mañana, todavía más. Todo lo que querías saber, lo sabrás. Todo.
Demi lo miró -su sonrisa, su manera de ser-, mientras lo tenía delante. Casi al instante, el sentimiento de euforia se le desvaneció, como si los efectos de la droga extraña que se había tomado antes hubieran desaparecido de golpe. De pronto se acordó de sus cámaras y de la bolsa de material que llevaba al principio.
– Mis cosas -le dijo a Beck.
– Quieres decir esto -dijo Luciana, detrás de ellos.
Uno de los monjes encapuchados la acompañaba y llevaba las pertenencias de Demi. Le hizo una leve reverencia y se las entregó.
– Gracias -dijo ella, todavía aturdida por el desagradable recuerdo de su viaje drogada hasta allí.
– Por favor -le dijo Cristina, tomándola del brazo, y juntas cruzaron la nave hasta una zona que Demi todavía no había visto.
A medida que avanzaban, Demi miró las grandes piedras pavimentadas por las que caminaban. La mayoría estaban pulidas y brillaban intensamente por el paso de muchos pies a lo largo del tiempo. Además, casi todas tenían nombres grabados en ellas; nombres de familias, pensó. Lo más curioso era que no eran nombres españoles, sino italianos.
– Son tumbas familiares -dijo Cristina, en voz baja-. Debajo del suelo hay los restos terrenales de los muertos honrados, enterrados a lo largo de los siglos.
– ¿Muertos honrados?
– Sí.
Demi oyó de nuevo la advertencia de su padre y al instante siguiente vio la cara atormentada del erudito octogenario sin brazos, Giacomo Gela. Al mismo tiempo, una voz que brotaba de lo más profundo de ella le susurró que había ido demasiado lejos, que éste era un lugar al que nunca debería haber venido. Entonces se giró bruscamente, como si quisiera encontrar una salida.
Luciana se había ido y Beck estaba solo en el centro de la sala, mirándola y al mismo tiempo hablando por un teléfono móvil. Detrás de él, al fondo de la nave donde terminaba la iglesia y empezaban las cuevas, cuatro de los monjes encapuchados hacían guardia. Entonces se dio cuenta de que ellos -y los de fuera, junto al puente de piedra, y sin duda otros que todavía no había visto- eran los guardianes de este lugar y que, con toda probabilidad, nadie entraba ni salía nunca sin su consentimiento.
– ¿Te encuentras bien, Demi? -le preguntó Cristina.
– Sí -dijo-, estoy bien. ¿Por qué no iba a estarlo?