22.50 h
Marten y el presidente empujaron hacia el fondo de la rendija. Uno apilado casi sin respirar contra el otro. Dos hombres adultos embutidos como muñecos de trapo en un espacio imposiblemente diminuto.
Oían los pasos apresurados que se acercaban por el túnel, fuera. El sonido era cada vez más y más fuerte, luego los hombres estaban justo al otro lado de la abertura, a unos pocos palmos de ellos. En un momento habían pasado. Debían de ser fácilmente unos veinte, tal vez más. En el minuto siguiente vendrían con toda su fuerza hacia ellos desde el otro lado. Esperarían unos breves y preciosos segundos y luego cada uno regresaría por donde había llegado, comprobando una y otra vez la ruta por la que habían pasado tan rápidamente.
– ¡Salgamos! ¡Ahora! -susurró el presidente, disponiéndose a salir otra vez al túnel.
– No -Marten lo retuvo-. Si vienen más, nos los encontraremos de cara.
– ¿Y qué hacemos?
– Esperar.
– No hay tiempo. Volverán en un segundo cuando se encuentren con la otra patrulla. Tenemos que arriesgarnos y salir ahora.
– Está bien -Marten empezó a moverse y luego se detuvo bruscamente, al sentir que el brillo de la antorcha en brasa volvía a reavivarse-. Un segundo -dijo, moviendo el palo hasta el lado de la grieta. El brillo se intensificó. Sopló sobre él y obtuvo una llama, luego levantó la antorcha y miró a su alrededor-. Esta zona se ha excavado con una herramienta distinta de la que se usó en el túnel principal. Y tampoco está hecha hace ochenta años.
El presidente prestó atención y siguió la antorcha a medida que Marten la movía a lo largo de la pared.
– Es un conducto de transmisión de aire.
– ¿Por qué? ¿Y de dónde a dónde?
– Deme la antorcha.
Marten obedeció. El presidente se apoyó en un codo y, a rastras, se adentró un poco más en la rendija.
– ¿Qué ve?
– Hay un ventilador de acero, quizá de dos por tres. Cae directamente hasta lo que parece otra galería más abajo.
– ¿Cabemos por el ventilador?
Fuera, en el túnel, se oyó un ruido repentino. Oyeron unos pasos acelerados que se acercaban, una voz que daba órdenes. El equipo de búsqueda regresaba a toda prisa.
– No nos queda más remedio.
21.55 h
El viento se estaba levantando y los nubarrones empezaban a soltar lluvia, mientras un Jake Lowe cada vez más ansioso se subía el cuello de la parka y se abría paso bruscamente por entre los policías españoles, que se apresuraban a montar una tienda de protección sobre el puesto de mando. Llegó a la zona de control y se colocó para ver por encima de los hombros de Bill Strait y la inspectora Díaz.
Había pasado los últimos minutos al margen, observando cómo los equipos de comunicaciones controlaban los intercambios entre las unidades de la CIA, el Servicio Secreto y el CNP de los túneles y sus compañeros, esparcidos por las formaciones rocosas del exterior. Más de una vez había mirado a Jim Marshall, acurrucado a un lado, charlando y tomando café con los miembros del equipo médico presidencial, a la espera de la orden que los pondría en acción. Pero esta orden todavía no había llegado. Parecía como si no pasara nada. La repentina carcajada entre Marshall y el equipo médico lo impulsó a acercarse a Díaz y Strait.
¿Era él el único preocupado por lo que iba a pasar si el presidente aparecía de pronto vivito y coleando, hablando y negándose a que lo llevaran al jet de la CIA? No sólo se iría al traste lo de Varsovia y todo el plan de Oriente Próximo, sino que ellos -todos ellos, desde el vicepresidente hasta todos los de debajo- corrían el riesgo real de ser arrestados y juzgados por intento de golpe de Estado. La pena, si el veredicto era culpable, era la muerte.
– ¿Qué cojones está pasando ahí abajo? -le preguntó de pronto a Bill Strait. Pero no era una pregunta sino una exigencia, o incluso una acusación.
Por unos segundos Strait le ignoró. Finalmente, se volvió hacia él:
– Hay cinco equipos en el interior de la galería principal -dijo, paciente-. Tres más buscan por los túneles laterales. El resto están a la espera de relevarlos. El equipo que rastreaba este lado acaba de encontrarse con el equipo que ha entrado por el centro hacia el otro lado. Lo único que han encontrado han sido muchos metros de túnel a oscuras. Han pedido más luces y van de retirada.
– ¿Y qué hay del satélite? ¿Dónde está?
– En cuarenta minutos lo tendremos encima, señor. -Strait miró a Marshall como si quisiera dejar a Lowe de lado y apartarlo-. El satélite, los gráficos térmicos, no son ninguna solución definitiva; no nos dirán lo que ocurre bajo tierra.
– ¿Cuándo sabremos lo que ocurre bajo tierra? -lo presionó Lowe, indignado.
– No se lo puedo decir, señor. Ahí abajo hay mucho terreno.
– ¿En diez minutos o en diez horas?
– Estamos en el interior de los túneles, señor. El Servicio Secreto, la CIA y el CNP.
– Ya sé quién coño está dentro.
– Tal vez preferiría bajar usted mismo, señor.
Lowe saltó ante tamaña muestra de insubordinación:
– Y tal vez a usted le gustaría encontrarse cavando mierda en Oklahoma.
De pronto Marshall se les acercó y apartó un poco a Lowe:
– Jake, todos estamos un poco histéricos. Ya hay tensión suficiente tal como están las cosas. Ya te he dicho antes que te calmaras y te lo vuelvo a pedir. Nos harás un favor a todos.
La mano de Strait se levantó de pronto hacia sus auriculares:
– ¿Qué? ¿Dónde? ¿Cuántos son?
Díaz lo miró. Y también el equipo médico. Lowe y Marshall se giraron rápidamente.
– Volved a registrar toda la zona. Os mandamos las unidades de reserva. Sí, las luces están de camino.
– ¿Qué coño pasa? -Lowe estaba delante de su cara.
– Han encontrado retales de lo que parece una camiseta recién quemada. Como si alguien la hubiera utilizado de antorcha. Hay también lo que parecen ser unas huellas poco claras de dos hombres que llevan hacia atrás del túnel.
– ¿Dos?
– Sí, señor, dos.