Hotel Ópera, Madrid, 9.22 h
– Muchas gracias -le dijo amablemente Peter Fadden al recepcionista. Luego, mientras garabateaba su nombre en el recibo de la tarjeta de crédito, recogió su bolsa y se dirigió hacia la puerta principal, con el tiempo justo para coger su vuelo de las once a Barcelona.
Fuera, el portero llamó un taxi con un gesto. El taxista se arrimó, se detuvo y luego se marchó sin pasaje. Fadden y el portero intercambiaron miradas de sorpresa y luego el portero le hizo una señal al siguiente taxi de la parada. Como el primero, se arrimó a la acera y se detuvo, sólo que esta vez no se marchó inesperadamente, sino que salió del taxi y miró al portero para recibir indicaciones.
– Aeropuerto de Barajas -dijo Fadden antes de que el portero pudiera hablar. Luego le dio una propina, abrió la puerta de atrás, tiró la bolsa al asiento y se subió al lado. En cuestión de segundos el taxi se volvió a incorporar al tráfico.
Comisaría central de Barcelona, a la misma hora
Hap Daniels y el agente especial Bill Strait estaban como el resto del contingente del Servicio Secreto que había volado desde Madrid, agotados física y mentalmente y con la sensación de estar sucios e incómodos por las más de veinticuatro horas seguidas que llevaban en aquella intensa locura. Aunque tenían habitaciones reservadas en el hotel Colón, frente a la catedral de Barcelona, aquí se les había instalado un dormitorio temporal en una sala de reuniones del sótano, cerca de la sede de mando central en la que un grupo de treinta y seis policías de Barcelona, miembros del servicio de inteligencia español, la CIA y los agentes del Servicio Secreto estadounidense trabajaban en un sistema de comunicaciones atiborrado con la información que iba llegando de los puntos de control y de los equipos de búsqueda. Un grupo supervisado por el propio Hap.
– Veinte minutos -dijo al grupo al mando, mostrándoles dos veces los diez dedos de las manos-, sólo necesito veinte minutos.
Entonces le hizo un gesto a Bill Strait y se fue a la zona de dormitorio, donde había media docena de agentes del Servicio Secreto echando siestas en improvisados colchones; allí planeaba tumbarse y cerrar los ojos durante aquellos preciosos veinte minutos.
Strait entró con él y Hap cerró la puerta, luego llevó a su adjunto hacia un rincón alejado de los demás.
– Lo que está ocurriendo no es un acto delictivo -dijo en voz baja-. No es obra de terroristas ni de ningún gobierno o agentes extranjeros. Es el POTUS el que intenta escaparse.
– No entiendo qué quieres decir, Hap -dijo Strait también en voz baja-; ésa es nuestra hipótesis desde Madrid. Está enfermo.
– Si él está enfermo yo soy un burro de tres patas. Se escapó por los conductos del aire acondicionado del Ritz, se quitó un peluquín que no sabíamos que llevaba y consiguió viajar de Madrid a Barcelona sin ser visto. Llegó hasta Marten sin que lo supiera nadie y se escapó del puto hotel y de la ciudad ante nuestras propias narices. No estamos hablando de ningún enfermo, sino de alguien totalmente decidido a no dejarse atrapar que está actuando con más astucia que nadie.
– La gente es capaz de cosas increíbles cuando está jodida, Hap. Hasta los presidentes.
– No sabemos si está jodido. Lo único que sabemos es lo que nos han dicho Lowe y el doctor Marshall. Y a menos que haya algo que nos ocultan, lo único que tienen son suposiciones. O eso es lo que quieren hacernos creer.
– ¿Que quieren hacernos creer…?
– Sí.
Strait lo miró:
– Estás cansado; cuéntamelo en media hora, cuando te despiertes.
– Te lo estoy contando ahora.
– Está bien, entonces, ¿qué demonios está pasando?
Justo en aquel momento un agente que estaba en el catre más cercano tosió un poco y se dio la vuelta mientras dormía. Daniels miró por el dormitorio y luego llevó a Strait por una puerta hacia un lavabo de hombres en el que no había nadie.
– No sé lo que está pasando -le dijo en el momento en que se encontraron a solas-. Pero recuerdo aquella reunión a altas horas de la noche en la casa de Evan Byrd en Madrid. El Fumigador no esperaba a los que estuvieron allí, el vicepresidente y casi todo el gabinete, y cuando salió de la reunión ya no era el mismo. Durante todo el trayecto de vuelta al hotel se mostró silencioso y distante, no articuló palabra. Al cabo de pocas horas desapareció, iluminándose el camino con cerillas robadas de la residencia de Byrd. Al poco tiempo acabó juntándose con Nicholas Marten, sobre quien me había pedido información antes de que empezara todo esto.
Daniels se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata.
– Voy a echarme y cerraré los ojos durante veinte minutos. Tal vez cuando me despierte tenga las cosas más claras. Mientras tanto quiero que salgas, vayas a algún lugar en el que no te pueda oír nadie, utilices tu móvil y llames a Emilio Vázquez del Servicio de Inteligencia español en Madrid. Pídele que, con la máxima discreción, intervenga las líneas telefónicas de Evan Byrd. Tal vez no le guste, pero dile que es un favor personal que me hace. Si tiene problemas para hacerlo, dile que lo llamaré yo mismo cuando me levante.
– ¿Crees que Evan Byrd tiene algo que ver con esto?
– No lo sé. Ni siquiera tengo una idea clara de qué es «esto». Sólo quiero saber con quién está en contacto y qué tienen que hablar entre ellos.