Lunes 10 de abril
166

Base aérea de Spangdahlem, Alemania, 3.15 h


Marten se dio la vuelta medio dormido, con cuidado de no aplastar los vendajes que le tapaban las quemaduras del brazo izquierdo y el cuello. Disponía de su propia habitación en el cuartel de oficiales, justo al final del pasillo donde dormían Hap Daniels y Bill Strait en habitaciones contiguas a la del presidente.

Habían llegado a la base aérea norteamericana de Spangdahlem sin anunciar. Normalmente habrían aterrizado bajo bandera presidencial en la base aérea de Ramstein, pero esta vez no fue así, no bajo aquellas circunstancias. El oficial al mando de la base y varios oficiales más de su personal fueron informados, pero eso era todo. Los médicos que los acompañaban en el Chinook habían dado el visto bueno al presidente y lo habían mandado a descansar como si se tratara de un VIP no reconocido ni declarado bajo rigurosa custodia.

José, Demi, Marten y Hap habían sido trasladados al hospital de la base. Por la información que Marten tenía, José y Demi seguían en él y se quedarían al menos unos días más. La familia de José había sido avisada y Miguel Balius y el padre de José estaban ya de camino desde Barcelona e iban a llegar en breve.

Miguel… Marten sonrió, tumbado en la penumbra. Lo que había acabado haciendo aquel sencillo conductor de limusina. Qué gran hombre, y qué buenos amigos se habían hecho en tan poco tiempo. Y los chicos también, todos ellos: Héctor, Armando y José en especial, el joven que al principio estaba muerto de miedo y no quería bajar por la chimenea hacia el túnel del monorraíl porque creía que bajaría directamente al infierno, sin saber que al cabo de poco se estaría ofreciendo voluntario para meterse en un infierno de verdad. Y el infierno que Héctor y Armando habían vivido por culpa de la policía española y el Servicio Secreto estadounidense, todo para hacerle ganar tiempo al presidente.

Durante el vuelo por Europa del Chinook el presidente había dejado a Marten bastante solo, mientras cruzaban primero los Pirineos hacia el espacio aéreo francés, y luego el territorio francés hacia el norte, para sobrevolar Luxemburgo y entrar en cielo alemán cerca de Trier, aterrizando muy poco después en Spangdahlem. Lo primero que hizo el presidente, y lo más importante de todo, fue hablar personalmente con la canciller alemana y con el presidente francés y mantener una conferencia a tres bandas con los dos mandatarios. En esta conversación acordaron que la cumbre de la OTAN de la una de la tarde de aquel mismo lunes se celebraría tal y como estaba previsto desde hacía mucho tiempo, pero que, por motivos de seguridad, se cambiaría su ubicación. Con un habilidoso intercambio de ministerios de asuntos exteriores, los veintiséis países miembros aprobaron por unanimidad el traslado desde Varsovia a un emplazamiento especial elegido por el presidente de Estados Unidos, un lugar que bajo las actuales circunstancias parecía el más apropiado: el antiguo campo de concentración nazi en Auschwitz, en el sur de Polonia. Allí daría un breve discurso en el que explicaría, entre otras cosas, los motivos de su brusca desaparición de Madrid la semana anterior y el repentino cambio de ubicación de Varsovia a Auschwitz.

En segundo lugar, el presidente informó al secretario de prensa de la Casa Blanca, Dick Greene, ya a bordo del avión de prensa rumbo a Varsovia, del cambio de lugar de la cumbre a Auschwitz, y le añadió que se estaba preparando una exhaustiva e inminente remodelación de su gabinete y que nada de ello debía trascender a la prensa.

Luego, informado por Bill Strait de la muerte «accidental» de Jake Lowe y con la visión del espeluznante suicidio del doctor Jim Marshall saltando del helicóptero todavía fresca en su mente, y recordando también la cápsula de veneno implantada en la dentadura de Merriman Foxx, el presidente le pidió a Hap que llamara a Roley Sandoval, el agente especial del Servicio Secreto al cargo del séquito vicepresidencial, y que le pidiera sin más explicaciones que asignara más agentes al vicepresidente y a su comitiva con el fin de evitar cualquier intento de autolesión.

Inmediatamente después hizo llamadas al vicepresidente, Hamilton Rogers; al secretario de Estado, David Chaplin; al secretario de Defensa, Terrence Langdon; al jefe del Estado mayor, Chester Keaton, y al jefe de personal de presidencia, Tom Curran. Estas conversaciones fueron lacónicas y sumamente breves. En ellas exigió a cada uno de estos hombres que presentara la dimisión al portavoz de la Casa Blanca en el plazo de una hora. En caso de no hacerlo, serían cesados automáticamente. Posteriormente, les exigió que se presentaran en la embajada de Estados Unidos en Londres antes del mediodía de mañana para ser puestos bajo custodia. El paso siguiente sería acusarlos de alta traición contra el gobierno y el pueblo de Estados Unidos de América. Finalmente llamó al director del FBI en Washington para informarle de lo ocurrido y le dio orden de llevar a la congresista de Estados Unidos, Jane Dee Baker, que viajaba con el vicepresidente rumbo a Europa, y al ciudadano expatriado Evan Byrd, residente en Madrid, discretamente bajo custodia para acusarlos del mismo crimen, advirtiendo que se tomaran las medidas necesarias para evitar sus suicidios.

Al finalizar todos estos trámites, cruzó la aeronave para consultar a los médicos de a bordo sobre el estado de José y de Demi; luego pasó unos momentos con los dos heridos y luego volvió para tomar una taza de café con Hap y Marten antes de tumbarse en una cama, una litera del servicio médico, en realidad, para dormir un rato. Al dejarlos pensó un momento en el discurso que haría en Auschwitz. Lo que diría, lo que supondrían sus palabras, era algo que todavía no había decidido, pero deseaba que fuera tan fiel a la realidad de lo sucedido y de lo que habían descubierto como el suelo sagrado en el que había elegido hacerlo. Casi inmediatamente después de su llegada a la base de Spangdahlem se retiró a su habitación para ponerse trabajar en el discurso.


Marten volvió a darse la vuelta. Podía oír a lo lejos el rugido y el estruendo de los cazas que despegaban, un ruido al que, dedujo, uno acababa acostumbrándose en lugares así. Spangdahlem era la sede del Ala 52 de aviones de combate, que supervisaba despliegues de aviación de combate estadounidense por todo el mundo las veinticuatro horas del día.

Demi.

Se había acercado a él al cabo de una hora de haber despegado el Chinook. Los médicos le habían tratado las quemaduras y le habían administrado un sedante suave; luego la ayudaron a ponerse un camisón de hospital y le sugirieron que durmiera. Pero en vez de hacerlo, ella pidió permiso para sentarse junto a Marten y los médicos la autorizaron. Durante un buen rato, se limitó a mirar a la nada. Había dejado de sollozar pero seguía con los ojos llenos de lágrimas.

Unas lágrimas que Marten pensó que ya no eran de miedo u horror, sino más bien de puro alivio, tal vez de la incredulidad de haber sobrevivido al infierno.

Marten ignoraba el motivo por el que ella quiso sentarse a su lado, y ella tampoco se lo dijo. Tenía la sensación de que quería contarle algo pero no sabía cómo ni qué decir, o que tal vez en aquel momento el esfuerzo físico le resultaba imposible. Finalmente se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

– Era mi madre, no mi hermana. Desapareció por las calles de París cuando yo tenía ocho años y mi padre murió muy poco tiempo después -dijo, con una voz que superaba apenas el susurro-. Desde entonces he intentado descubrir lo que le ocurrió. Ahora sé que la quería muchísimo y sé que… ella… me quería… a mí… -Las lágrimas se acumulaban en sus ojos y le rodaban por las mejillas. Marten iba a decir algo pero ella no le dejó-. ¿Estás bien?

– Sí.

Demi intentó sonreír:

– Lamento mucho lo que te he hecho. A ti y al presidente.

Él le secó las lágrimas suavemente con la mano:

– No pasa nada -le susurró-. Todo está bien. Ahora estamos bien. Todos estamos bien.

En aquel momento ella le tomó la mano entre las suyas y se quedó así. Y todavía con su mano sujeta, se apoyó hacia atrás y Marten se dio cuenta de lo exhausta que estaba. En un momento, cerró los ojos y se quedó dormida.

Marten la contempló un instante y luego se volvió, consciente de que si no lo hacía él mismo empezaría a llorar. El sentimiento no era tan sólo una explosión de emoción después de lo que habían vivido, sino algo más.

Cuando estuvieron almorzando y compartiendo una botella de cava en Els Quatre Gats de Barcelona, Demi le preguntó por Caroline y por los motivos que lo habían llevado a seguir a Foxx, primero hasta Malta y luego hasta Barcelona. Cuando se lo explicó, ella esbozó una sonrisa y le dijo: «Entonces está usted aquí por amor».

Éste era el tema aquí, mientras ella dormía a su lado, herida física y emocionalmente, vestida con un camisón de hospital y con su mano entre las suyas. Aquella proximidad, aquella intimidad, representaba un recordatorio casi insoportable de Caroline en el hospital de Washington, de cuando ella dormía aferrada a su mano durante sus últimas horas de vida.

Demi, a quien conocía desde hacía poco más de una semana. Caroline, a la que había amado casi toda su vida.

Y todavía la amaba.

Загрузка...