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A los pocos minutos el hotel entero quedó cercado. Tenían la sospecha de que había existido un fallo de seguridad, se dijo al hotel y a sus agentes de seguridad, y también al Servicio Secreto español, el cual, como país anfitrión, proporcionaba buena parte de la protección del presidente. A los huéspedes del hotel se les prohibió entrar o salir de sus habitaciones. Se registraron todos los pasillos, armarios, dependencias y posibles escondites. Se interrogó a todos los empleados, incluido el camarero del servicio de habitaciones que se había encargado de entregar el pedido del presidente a la una menos cuarto de la noche anterior.

Sí, había visto al presidente, dijo. Éste le dio amablemente las gracias y luego él se retiró.

– ¿Cómo iba vestido?

– Pantalón azul marino y una camisa blanca de vestir, sin corbata.

– ¿Está seguro?

– Sí, señor. Uno no se olvida del presidente de Estados Unidos cuando lo conoce en persona a medianoche.

– ¿Lo vio cuando volvió a retirar el carro?

– No, señor. La puerta de su dormitorio estaba cerrada.

– Su carro de comida va cubierto de tela desde arriba hasta casi a nivel del suelo.

– Sí, señor. Y siempre llevamos vajilla, cubiertos, hornillos y cosas así de repuesto.

– ¿Existe la posibilidad de que una persona pudiera haberse escondido sin ser vista en ese espacio, cuando usted recogió el carro?

– Sí y no, señor.

– Explíquese.

– Pues, sí, hay espacio como para que alguien se esconda, si se acurruca bien. Pero lo único que yo llevaba era un bocadillo, una bebida y un helado. Me habría dado cuenta inmediatamente del peso añadido, y habría comprobado a qué se debía.

La camisa blanca y el pantalón azul marino que describió el camarero del servicio de habitaciones coincidían con la camisa y el traje que el presidente vestía la noche anterior. Su explicación sobre el peso adicional de alguien que hubiera intentado ocultarse en el carro, ya fuera al entrar o al salir de la suite presidencial, parecía precisa y correcta. Su autorización de seguridad se comprobó de nuevo. No había motivos para sospechar que había hecho nada más de lo que se suponía que había hecho: servir un pedido a la habitación de un huésped del hotel.

A medida que avanzaban los minutos y que la búsqueda se intensificaba, iba quedando más claro que el POTUS no se encontraba en el edificio. Al cabo de una hora ese punto se confirmó sin lugar a dudas. Sin embargo, fuera de los niveles más altos de los agentes del Servicio Secreto presentes, o de los hombres pertenecientes al círculo más íntimo del presidente, nadie lo sabía.

A las 9.20 esos hombres se reunieron en una sala fuertemente protegida de la cuarta planta del hotel Ritz: Jake Lowe, el asesor de seguridad nacional James Marshall, el secretario de Defensa Terrence Langdon, el jefe de personal Tom Curran, el secretario de prensa de la Casa Blanca Dick Greene, y el SAIC del presidente Hap Daniels.

El resto -el vicepresidente Hamilton Rogers, el secretario de Estado David Chaplin y el jefe del Estado Mayor de Estados Unidos, Chester Keaton, jefe de la junta de responsables de personal- volaban a bordo de un jet privado de regreso a Washington, comunicados directamente por una línea de seguridad con los otros.

– Tenemos que partir de la suposición de un acto delictivo -les dijo Hap Daniels.

– Sí, por supuesto -dijo Marshall, y luego miró a los demás-. No se trata sólo de una catástrofe monumental, sino que hay un problema de protocolo. Nuestro embajador en Madrid debe ser informado de inmediato. Y también la CIA, el FBI y probablemente otra docena de agencias. Todo lo que podemos pedirle a Dios es que no recibamos una cinta con él en manos de unos terroristas, suplicando por su vida mientras un hijo de puta encapuchado amenaza con cortarle la cabeza.

– De todos modos, hasta que sepamos algo, hasta que veamos cuál es el siguiente paso, no nos podemos permitir que se filtre la noticia. El mundo no puede saber que el presidente de Estados Unidos ha desaparecido. Si eso sucediera, sólo Dios sabe lo que pasaría en los mercados financieros, y los rumores y las maniobras de poder que se desencadenarían, y quién podría intentar sacar partido de esto dentro de sus propios países. -Marshall se acercó al micro del teléfono-. Señor vicepresidente, ¿está usted ahí?

– Sí, Jim -se oyó claramente la voz del vicepresidente Rogers.

– Comprenda la posición en la que esto le coloca. Hasta que encontremos al POTUS y esté a salvo y bajo nuestra protección, está usted avisado de la posibilidad de que deba prometer el cargo como presidente en cualquier momento.

– Lo sé, Jim, y asumo esta responsabilidad con seriedad.

Jake Lowe cruzó la estancia.

– Hay un millón de preguntas que surgen ahora -dijo-. ¿Qué está ocurriendo? ¿Quién es el responsable? ¿Cómo pudieron entrar y salir sin atraer la atención de ningún control de seguridad del Servicio Secreto? ¿Qué poder o poderes están involucrados? ¿A qué países se lo comunicamos y qué les decimos? ¿Tenemos que establecer bloqueos en carreteras, cerrar aeropuertos? Y… ¿cómo lo hacemos sin que la prensa se entere? Como Jim ha dicho, no podemos dejar que el mundo sepa que el presidente de Estados Unidos ha desaparecido. Necesitamos una noticia que lo enmascare, y rápido. Creo que la solución es ésta. -Miró a Hap Daniels-. Dígame si hay algún fallo en ella, o por qué no funcionará. -Miró al secretario de prensa de la Casa Blanca, Dick Greene-. Usted dígame si lo puede colar a la prensa o no. -Miró de nuevo al micro de la línea de seguridad-. ¿Sigue ahí, vicepresidente?

– Sí, Jake.

– ¿Me escuchan también los otros?

– Le escuchamos, Jake. -Era la voz del secretario de estado, David Chaplin.

– Bien, ahí voy. -Lowe miró a los demás-. El hotel ya está alarmado. Todo el mundo sabe que temíamos que hubiera habido un fallo grave de seguridad. Lo que nadie sabe es que hemos tenido noticia de este fallo por primera vez, de una grave amenaza terrorista, a las tres de la madrugada. A esa hora hemos despertado al POTUS y lo hemos bajado por un ascensor de servicio hasta el aparcamiento del sótano, y luego, en un coche camuflado, lo hemos trasladado a un lugar no revelado. Y allí es donde se encuentra ahora. A salvo y protegido, mientras nuestra investigación continúa. -Miró a Dick Greene-. ¿Podría ocuparse de esto?

– Supongo. Al menos, durante un tiempo.

Ahora miró a Hap Daniels:

– ¿Y usted?

– Sí, señor. Pero eso sigue sin contestar a la pregunta más apremiante: ¿dónde está y quién lo retiene?

La mirada del asesor de seguridad nacional, Marshall, se volvió hacia Daniels.

– Se ha perdido mientras estaba bajo su vigilancia. Una cosa así no había sucedido jamás en la historia. Encuéntrelo y tráigalo a casa en perfecto estado. Pero procure hacerlo con una discreción inmaculada. De lo contrario y si eso sale a la luz, el Servicio Secreto va a quedar como la pastorcilla que perdió a sus ovejas delante del puto mundo.

– Lo llevaremos a casa, señor. Tiene usted mi palabra. Sano y salvo y sin que se entere nadie.

Marshall miró a Lowe y luego volvió a dirigirse a Hap Daniels.

– Más le vale, maldita sea.

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