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Roma, 19.00 h


La comitiva presidencial tomó la Via Quirinale al caer el sol. El presidente Harris vio el enorme edificio iluminado del Palazzo del Quirinale, la residencia oficial del presidente de Italia, donde pasaría la velada en compañía del mandatario Mario Campi.

A pesar de sus fracasos y frustraciones con los líderes de Francia y Alemania, Harris mantenía sus propuestas. Como un viajante comercial de gira por las principales capitales europeas, repartía buena voluntad, apelaba a una nueva era de unidad transatlántica y se reunía con los líderes de esos países en su propia tierra, cuyos árboles, jardines y barrios eran tan queridos por ellos como lo eran para él las mismas cosas en América.

En la limusina presidencial le acompañaban el Secretario de Estado, David Chaplin, y el Secretario de Defensa, Terrence Langdon, que le estaban esperando en el aeropuerto militar de Champino, a las afueras de Roma, cuando el Air Force One aterrizó. Estos dos hombres eran una demostración de fuerza y de confianza: uno para demostrar que Estados Unidos cortejaba abiertamente una relación con toda la comunidad europea; el otro para dejar claro que el presidente no venía con el lirio en la mano, que tenía un punto de vista definido, en especial en lo relativo a terrorismo, Oriente Próximo y los países que desarrollaban armas de destrucción masiva en secreto, pero también sobre otros temas apremiantes: el comercio, la protección del material intelectual, la sanidad mundial y el calentamiento global. En todos esos asuntos, Harris se mostraba realista pero también política y económicamente conservador, al menos tan conservador como el hombre al que había sucedido en la presidencia, el difunto Charles Cabot.

Con todo este movimiento político «de avance» tan necesario, no se había olvidado del incidente que había tenido lugar a bordo del Air Force One en el vuelo desde Berlín. Todavía sentía la paralizante frialdad de la propuesta del doctor James Marshall de asesinar al presidente de Francia y a la canciller alemana, «para sustituirlos con líderes en los que podamos confiar, ahora y en el futuro», seguida de la descarnada declaración de Jake Lowe: «Esta gente existe, señor presidente». Y otra vez Marshall: «Se puede hacer, señor, y con bastante rapidez. Le sorprendería».

Confiaba en esos dos hombres desde hacía muchos años. Ambos habían resultado clave en su elección. Y sin embargo, en el contexto de lo sucedido, casi le parecía que eran gente que no había visto nunca, extraños con su propia agenda siniestra que lo apremiaban a participar en su plan. Que lo hubiera rechazado con contundencia era una cosa, pero que se lo hubieran propuesto lo inquietaba profundamente, y también la manera en que habían concluido la reunión: con los dos mirándolo casi con desdén. Las últimas palabras de Marshall todavía le retumbaban en los oídos: la afirmación «creo que comprendemos su postura, señor presidente» le sugería que, a pesar de su rechazo frontal, en sus mentes la iniciativa distaba mucho de estar descartada. Eso lo asustaba. No tenía otras palabras. Pensó que debía comentarlo con David Chaplin y Terrence Langdon de camino a Roma, pero ambos secretarios le estuvieron informando sobre las reuniones de las que venían, y sacar un tema tan monstruoso y abracadabrante en aquel momento no le pareció apropiado, de modo que decidió posponerlo.

– Ya hemos llegado, señor presidente. -Era la voz de Hap Daniels, el agente especial encargado del Servicio Secreto que viajaba con él, que le hablaba por la radio desde donde iba como guardia armado, en el asiento delantero de la limusina. Unos segundos más tarde la comitiva se detuvo frente al Palazzo del Quirinale. Una banda militar de gala tocó el himno nacional de Estados Unidos, y en medio de una oleada de hombres armados de uniforme y de paisano, Harris percibió la figura sonriente y resplandeciente de Mario Campi, el presidente italiano, bajando de una alfombra roja y acercándose a darle la bienvenida por entre aquel mar de pompa y seguridad.

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