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La iglesia dentro de la montaña, 17.55 h


La habitación de Demi era como una celda de convento, espartana y muy pequeña. Cerca de la puerta había un sencillo tocador, con un espejo de mano y un lavamanos apoyado encima. A la derecha había una cómoda con la encimera plegable. La vista del cielo que le proporcionaba la ventanita cercana al techo le dijo que seguía siendo de día. La cama individual era dura y carecía de sábanas; sólo una almohada y dos mantas. Encima había puesto sus dos cámaras y un pequeño bolso en el que había metido una bolsita de plástico a modo de neceser y otra con sus accesorios de fotografía: tarjetas de memoria de repuesto, un cargador de batería para la Canon digital y dos docenas de carretes de película en color para la Nikon de 35 mm. Lo que no tenía, y estaba segura de habérselo llevado esa mañana cuando salió del hotel Regente Majestic en Barcelona, y de haberlo comprobado una vez más en Montserrat, era su teléfono móvil. En algún punto del camino había desaparecido, impidiéndole cualquier posibilidad de comunicación con el mundo exterior.

O eso era lo que pensaba quien fuera que se lo hubiera quitado.

Quitarle el teléfono era algo que antes le habría supuesto un doloroso recordatorio de las advertencias de su padre y de Giacomo Gela y le habría producido un nivel de ansiedad que fácilmente la habría superado, por la presencia de los monjes, el aislamiento extremo de aquel templo y el hecho de que la hubieran drogado para hacer su alucinante viaje hasta el mismo.

Sin embargo, ahora, descubrir la desaparición del móvil no hacía más que reforzar su determinación y agudizar sus sentidos, apremiándola a recordar que estaba muy cerca del final de un viaje desesperadamente largo y casi imposible. Un viaje al que había dedicado su vida y que íntimamente le había prometido a su madre que acabaría, costara lo que costase. Ni el miedo ni las amenazas de violencia la paralizarían. Ni aquí ni ahora.

Además, no había sido tan desprevenida ni sus planes tan poco precavidos. Debajo de la camisa de corte masculino que llevaba bajo del blazer, y justo encima de la cintura, llevaba un cinturón hecho a medida que parecía una prenda de delicada lencería pero era, en realidad, una bolsita ligera de nailon en la que se ocultaba un teléfono multifunciones; un móvil con cámara con acceso de banda ancha y un software especial que permitía usarlo de manera inalámbrica con la Canon digital, y con el que podía cargar imágenes al instante en su página web de París. Lo había hecho sin problemas por toda Europa y Estados Unidos, y recientemente en Malta y Barcelona. Su única preocupación había sido la cobertura, no sólo por encontrarse en un lugar aislado de montaña sino por estar además en el interior de la iglesia, pero la preocupación se desvaneció en el momento en que vio a Beck hablando por el móvil dentro de la nave de la iglesia. Eso despejaba sus dudas y significaba que todo lo que fotografiara podía ser transferido a París en un milisegundo.

Para comprobarlo, hizo una foto de su habitación, la mandó a su página web, sacó el teléfono multifunciones y marcó el número. Tardó un momento en conectarse. Cuando lo hizo, buscó lo que acababa de fotografiar: la foto de la habitación en la que se encontraba. El sistema funcionaba a la perfección.

Estaba a punto de tomar una segunda foto para confirmar el sistema cuando oyó que llamaban a su puerta.

– Sí-dijo, sobresaltada.

– Soy Cristina.

– Un momento -dijo, mientras guardaba rápidamente el invento en su bolsita de debajo de la camisa.

Luego se acercó a la puerta y abrió.

– ¿Has podido descansar? -le preguntó Cristina, con una sonrisa amable.

– Sí, gracias. Pasa, por favor.

Cristina llevaba el mismo vestido blanco y largo de cuando Demi llegó. Llevaba uno similar colgado del brazo, sólo que de color distinto; no era blanco, sino escarlata oscuro. Se lo ofreció a Demi.

– Esto es para ti, para que te lo pongas esta noche.

– ¿Esta noche?

– Sí.

– ¿Y qué pasa esta noche?

– El principio de la eternidad.

– No lo entiendo.

– Ya lo harás… -Cristina la miró en silencio y luego se dirigió a la puerta-. Volveré a buscarte dentro de una hora.

– Antes de que te vayas…

– ¿Qué? -Se volvió Cristina.

– ¿Te puedo hacer una foto?

– ¿Ahora?

– Sí.

– De acuerdo.

Demi recogió las dos cámaras de encima de la cama. Tres minutos más tarde tenía un reportaje completo de Cristina, con su vestido blanco y la habitación de Demi de fondo. La mitad hecha con la Nikon en película de 35 mm, la otra mitad con la Canon digital, con las imágenes grabadas en la tarjeta de memoria y, al mismo tiempo, enviadas a su página web.

– ¿Es todo? -dijo Cristina, con su sonrisa cálida y amable.

– Sí, está bien.

Se hizo una pausa y Cristina volvió a mirar a Demi, con una mirada profunda y penetrante, como si estuviera escrutándola por alguna razón muy personal. Luego su mirada se apartó bruscamente.

– Nos vemos dentro de una hora -dijo, tranquilamente, y luego se marchó.

Demi cerró la puerta detrás de ella y luego se quedó inmóvil, apoyada en el quicio, mientras un escalofrío extraño le recorría todo el cuerpo. Sólo una vez en la vida había visto la mirada que acababa de ver en los ojos de Cristina.

Sólo una vez.

Y fue en la única foto tomada de su madre pocos días antes de su desaparición. Sus ojos, como los de Cristina, eran castaños y penetrantes, pero al mismo tiempo serenos y muy apacibles. Cristina tenía veintitrés años. La misma edad que su madre cuando desapareció.

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