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24.25 h


Hap Daniels adelantó con su Audi marrón oscuro de alquiler a un autocar de turistas y aceleró por la empinada carretera que llevaba al monasterio benedictino de Montserrat. Una vez en el monasterio le tocaría buscar una aguja en un pajar, abrirse paso entre una masa de turistas para identificar a John Henry Harris sin peluquín y a Nicholas Marten, a quien sólo había visto una vez en persona, y muy brevemente.

Al mismo tiempo intentaría encontrar a una atractiva y joven fotógrafa francesa llamada Demi Picard que, como le había dicho el recepcionista del Regente Majestic, llevaba el pelo corto y vestía una chaqueta y pantalones azul marino. Y que probablemente iba acompañada de un hombre de mediana edad de raza negra y una mujer mayor de facciones europeas. A eso había que añadir el hecho de que se estaba basando en una retahíla de información que consideraba correcta pero que no tenía manera de verificar, y que se dirigía a un lugar en el que no había estado nunca antes. Por no recordar que se sostenía a base de una taza de café, adrenalina y veinte minutos de sueño.

Adelantó a otro autocar, a varios coches y luego viró por una curva cerrada. Al hacerlo levantó un segundo la mirada hacia los acantilados que tenía delante y tuvo una visión pasajera del monasterio y de la ladera sobre la que estaba construido. No sabía cuántas curvas más le quedaban o cuánto le faltaba por llegar.

Había llegado hasta aquí por la historia que le había contado a su adjunto, Bill Strait: el director adjunto del Servicio Secreto, Ted Langway, que todavía estaba en Madrid y trabajaba para la embajada de Estados Unidos, «lleva toda la mañana pidiéndome un informe detallado [lo cual era cierto]. Acaba de volver a llamarme [lo cual no lo era], así que no tengo más opción que hablar con él. Iré al hotel, me ocuparé de él y tomaré una ducha y una siesta de verdad, un par de horitas. Llámame al móvil si me necesitas».

Con esto puso a Strait oficialmente al mando, se aseguró de que las cosas quedaran coordinadas entre su equipo del Servicio Secreto y él vicepresidente, para la llegada de este último a la una del mediodía al aeropuerto de Barcelona, y luego se marchó al hotel Colón, donde el Servicio Secreto tenía reservadas una serie de habitaciones. Una vez en su habitación se dio una ducha rápida, se cambió de ropa, se armó y salió por una puerta lateral. Al cabo de quince minutos estaba en su Audi marrón de alquiler saliendo de Barcelona en dirección al monasterio de Montserrat. Para entonces pasaban siete minutos de la una del mediodía. Siete minutos desde que el vicepresidente de Estados Unidos, Hamilton Rogers, había aterrizado en suelo barcelonés.


14.28 h


– Una píldora de suicidio. Una cápsula de veneno escondida en un molar superior derecho -dijo Marten, mientras se volvía hacia Harris después de examinar el cuerpo de Merriman Foxx-. Lo único que ha tenido que hacer es morder con fuerza para activarlo, y eso ha hecho. Ya había pensado en algo así, pero no se me ocurrió que podría llevarlo como implante permanente.

– Si alguna vez tuve dudas de lo comprometida que está esta gente, ahora ya no tienen sentido -dijo el presidente con tristeza-. Es lo mismo que debió de ocurrir en los campos nazis durante la segunda guerra mundial. Hitler, Goebbels, Himmler y el resto retronando con su cruzada genocida, mientras el doctor Mengele iba haciendo sus horribles experimentos en los campos de exterminio. ¿Quién sabe lo que habría ocurrido si alguna vez los hubiera podido aplicar a gran escala?

– La diferencia es que ahora nuestro doctor Mengele está muerto.

– Pero su plan no está muerto. Ni tampoco el de ellos -dijo Harris, de pronto-. Y nosotros no tenemos ni idea de cuál es. Nada de nada. -Apartó la vista abruptamente para quedarse ahí, distante y silencioso. Obviamente, pensaba en qué hacer a continuación.

Marten lo miraba. Se había excedido con Foxx y lo sabía. El presidente tenía razón, se había dejado llevar por sus emociones. Por Caroline, por todo lo que había significado para él durante tanto tiempo de su vida, había encauzado surabia hacia aquel que la había asesinado. Por otro lado, estaba claro que el sudafricano estaba preparado desde hacía tiempo para quitarse la vida si era necesario. Era un profesional en el terreno del dolor humano y probablemente fuera muy consciente de su propio umbral de dolor, de cuánto era capaz de soportar sin hundirse, y ésta había sido la razón y el motivo de su implante; no era el miedo a la muerte sino el miedo de soltar información que pudiera perjudicar a su causa. Eso convertía el comentario del presidente sobre el grado de compromiso de aquella gente en algo aterrador. No eran un puñado de fanáticos; eran miembros de un movimiento altamente organizado, bien financiado y tremendamente peligroso.

– Presidente -dijo Marten de pronto-. Creo que podemos dar por sentado, sin mucho miedo a equivocarnos, que Foxx habrá confirmado su presencia aquí a sus «amigos» de Washington -dijo, mientras recogía la BlackBerry que Foxx se había sacado del bolsillo y luego soltó cuando Marten lo atacó-. Apuesto a que intentaba ponerse en contacto con ellos cuando lo he tirado al suelo. Si no tienen pronto noticias de él, van a venir rápido a buscarle. Es lo que le he dicho antes: hay que avisar a Miguel y salir pitando de aquí. Volver a la zona de turistas y escondernos en alguna parte hasta que venga.

– No creo que hayan dejado toda la operación en manos de un solo hombre -dijo el presidente con calma, como si Marten no hubiera dicho nada-. No algo de la envergadura que estamos hablando. Tampoco creo que Foxx lo permitiera.

De inmediato, se volvió y anduvo más allá de las mesas con burbujas, hacia las jaulas que había al fondo de la sala.

– Si este lugar ha sido su cuartel general, es muy posible que sus informes estén aquí archivados, en algún lugar, probablemente todos digitalizados y en archivos informáticos. Si los encontramos tal vez obtengamos algún tipo de respuesta.

– Maldita sea, primo -Marten se estaba enfureciendo-. Lo está haciendo otra vez. Quiera o no creerlo, sus «rescatadores» vienen hacia aquí. Y cuando lleguen, le van a matar.

– Señor Marten, primo -dijo el presidente Harris, con voz calmada y sin emoción-. Agradezco lo que intenta hacer y lo que ya ha hecho. Pero es muy probable que aquí haya algo de una importancia inconmensurable, y no puedo correr el riesgo de no encontrarlo. Si quiere marcharse, lo comprenderé. Me parece bien.

– ¿Si quiero marcharme? -Para Marten, esto era la gota que colmaba el vaso-. Intento proteger la vida del presidente de Estados Unidos, que es usted, por si se le había olvidado.

– Comprenda una cosa, primo. Este presidente no tiene ninguna intención de marcharse hasta que haya hecho todo lo que pueda para descubrir lo que esta gente ha tramado.

Marten lo miró fijamente. Sí, podía ser que encontraran algo que revelara los planes de Foxx en algún lugar de aquel sótano cavernoso, pero era mucho más probable que no fuera así. El mero hecho de encontrar un punto de partida ya les llevaría horas, incluso días, y no disponían ni de minutos. Por otro lado, sabía que, al menos, tenían que intentarlo.

Marten respiró hondo.

– Cualesquiera que fueran los archivos que Foxx pudiera guardar aquí -dijo, resignado-, no los tendría en la oficina exterior.

– Cierto -dijo Harris, sonriendo internamente. Estaba inmensamente aliviado al ver que Marten había vuelto al redil-. Y en el primer laboratorio y en éste tan sólo había experimentos y bancos de pruebas.

– Así pues, tiene que haber otras zonas que no hemos visto. -Marten se guardó el aparato electrónico de Foxx en el bolsillo, luego se acercó al cadáver, le dio la vuelta y le sacó del bolsillo la tarjeta electrónica que el doctor había utilizado para entrar en aquellas cámaras. Se la entregó a Harris-. Dudo que tuviera la oportunidad de cerrarlo todo.

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