17

Marten y Peter Fadden salieron del Mr. Henry's bajo un cielo parcialmente cubierto. Cruzaron Seward Square y se pusieron a andar por la avenida Pennsylvania en dirección al Capitolio.

– Caroline Parsons creía que su infección de estafilococos le había sido inoculada de manera deliberada -dijo Fadden.

– Sí.

– ¿Dijo quién lo había hecho?

– Seguimos off the record -dijo Marten, precavido.

– Si quiere mi ayuda, conteste a la maldita pregunta.

– Su médico.

– ¿Lorraine Stephenson? -Fadden se quedó claramente asombrado.

– Sí.

– Está muerta.

Marten medio sonrió. De modo que, al menos, alguien más lo sabía.

– Fue asesinada.

– ¿Cómo coño lo sabe? Esta información no ha sido hecha pública.

– Porque la policía me lo dijo. Yo llamé a Stephenson varias veces para preguntarle sobre la muerte de Caroline. Ella se negó a hablar. La policía indagó en sus llamadas y me encontró. Pensaron que tal vez estuviera lo bastante furioso con ella como para hacerle algo así.

– ¿Y lo estaba?

– Sí, pero yo no la maté. -De pronto Marten encontró una brecha.

Si Fadden sabía que Lorraine Stephenson había sido asesinada, podía ser que supiera también algo de lo que la policía había descubierto, de por qué estaban tan convencidos de que había sido un asesinato, y del motivo por el cual mantenían el suceso en secreto.

– Fadden, la policía habló conmigo ayer. Su asesinato todavía no ha sido hecho público. ¿Por qué?

– Deseo expreso de la familia.

– ¿Qué más?

– ¿Qué le hace pensar que hay algo más?

– Era una mujer conocida en la ciudad. Había sido médico de varios miembros del Congreso durante mucho tiempo. Además, era la médico personal de Caroline Parsons. El entierro de Caroline es esta tarde. Tal vez alguien tema que se puedan encontrar coincidencias y empiece a indagar un poco más.

– ¿Quién podría ser?

– Ni idea.

– Mire, Marten, a mi entender es usted la única persona que cree que Caroline Parsons ha sido asesinada. Nadie más ha llegado ni a insinuarlo.

– Pues entonces, ¿cómo se explica que el asesinato de una conocida médico haya sido llevado tan en secreto?

– Marten -se dejaron adelantar por varias personas, y Fadden aguardó a que estuvieran lejos-, Lorraine Stephenson fue decapitada. Han tardado un tiempo identificar el cuerpo. La cabeza no estaba; todavía no la ha encontrado nadie y la policía quiere tener tiempo para poder indagar con discreción.

¿Decapitada? Marten se quedó atónito. Así que éste era el motivo por el cual no había habido ninguna publicidad. Significaba también que alguien había llegado momentos después de que él se marchara, vio lo que había pasado y decidió cambiar el aspecto de todo el suceso. Y lo habían hecho con rapidez y eficacia. Eso le hizo volver a pensar lo mismo de antes: que el suicidio de una mujer de la importancia de la doctora Stephenson sería mucho más analizado que su simple asesinato. La decapitación anulaba, lógicamente, cualquier sospecha de suicidio, pero para él, que era la única persona que conocía la verdad de lo sucedido, levantaba el espectro de la conspiración. Que alguien quisiera tapar un crimen con otro le hacía volver a marchas forzadas a indagar en el asunto del comité de Mike Parsons.

– Fadden, volvamos a Mike Parsons; a su subcomité de inteligencia y contraterrorismo. ¿En qué se centraba? ¿Por qué la ausencia de testigos formales?

– Porque se trataba de una investigación clasificada.

– ¿Clasificada?

– Sí.

– ¿Sobre qué?

– Un programa sudafricano ultrasecreto de armas biológicas y químicas de la era del apartheid que se creía desmantelado desde hacía mucho tiempo. La CIA había proporcionado al comité una lista de programas armamentísticos encubiertos que gobiernos anteriores habían estado desarrollando, con el fin de que, en el futuro, en el caso de una ofensiva, no se cometieran los mismos errores acerca de la existencia de armas de destrucción masiva que se cometieron antes de la guerra de Irak. El programa sudafricano era uno de ellos. El comité quería asegurarse de que estaba tan muerto como el gobierno decía.

– ¿Y lo estaba?

– Según mis fuentes, sí. Tuvieron a los principales químicos y biólogos que lo elaboraron sentados en el banquillo durante tres días, y finalmente llegaron a la conclusión de que el programa había sido abandonado, como oficialmente declararon hace años.

– Y eso, ¿qué significa?

– Pues que todas las armas, cadenas de patógenos, documentos y cualquier otro artículo pertinente han sido destruidos. Que ya no queda nada de él.

– ¿Cómo se llamaba ese hombre, el científico que lo dirigía?

– Merriman Foxx. ¿Por qué? ¿Caroline Parsons dijo algo de él?

– No.

Marten miró a otro lado y luego anduvieron en silencio, con la cúpula del Capitolio alzándose frente a ellos y el tráfico a motor y peatonal cada vez más intenso a su alrededor. La actividad diaria en la sede del gobierno federal aumentaba de manera exponencial a medida que la hora del almuerzo acababa. Al cabo de un momento Marten pensó rápidamente en dos cosas.

La primera era lo que Stephenson le había dicho en los segundos gélidos y oscuros de Dumbarton Street, antes de quitarse la vida, al parecer porque le había tomado por uno de los conspiradores. «Usted quiere enviarme al doctor. Pero no lo hará. Ninguno de ustedes lo hará. Nunca. Jamás.»

La segunda era lo que Caroline había balbuceado en sueños: «No me gusta el hombre del pelo blanco», dijo, despotricando temerosa de un hombre de pelo cano que había venido a la clínica adonde la llevaron después de su crisis nerviosa, después del funeral de su marido y su hijo y de la subsecuente inyección administrada por la doctora Stephenson.

– Ese científico, Merriman Foxx -dijo Marten, de pronto-, ¿es también doctor, un médico?

– Sí, ¿por qué?

Marten respiró hondo y luego preguntó:

– ¿Y tiene el pelo blanco?

– ¿Qué tiene que ver eso con todo lo demás?

– ¿Tiene o no tiene el pelo blanco? -insistió Marten con énfasis.

Fadden levantó las cejas:

– Sí. Y mucho. Tiene sesenta años y una cabellera como la de Albert Einstein.

– Dios mío -suspiró Marten. La idea se le ocurrió de inmediato-. ¿Sigue aquí? ¿Sigue en Washington? -preguntó, ansioso.

– Por el amor de Dios, no lo sé.

– ¿Puede usted averiguar cuándo llegó a Washington? ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?

– ¿Porqué?

Marten se detuvo y tomó a Fadden de un brazo:

– ¿Puede averiguar dónde está ahora y la fecha en la que llegó a Washington?

– ¿Qué pinta él en esta historia?

– No estoy seguro, pero quiero hablar con él. ¿Puede usted conseguirme esta información?

– Sí, puedo, y cuando vaya a verle me lleva con usted.

A Marten le brillaron los ojos. Finalmente, tal vez hubiera encontrado una pista.

– Usted encuéntrelo y yo le llevaré conmigo. Se lo prometo.

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