6.10 h
Marten se despertó al oír unos golpes a su puerta. Una segunda llamada le hizo reaccionar.
– ¿Sí? -dijo, sin tener idea de dónde estaba.
La puerta se abrió y el presidente entró solo y cerró la puerta detrás de él.
– Siento despertarle -le dijo.
– ¿Qué ocurre? -dijo Marten, mientras se incorporaba y se apoyaba en un codo. El primo Jack seguía sin llevar el peluquín e iba todavía con las gafas sin graduar que se había comprado en Madrid para ayudar a disimular su aspecto. Hasta ahora nadie, a menos que hubieran sido alertados y lo estuvieran buscando, lo reconocería como John Henry Harris, el presidente de Estados Unidos. El hecho de que fuera vestido con un pijama azul prestado que no era de su talla tampoco ayudaba mucho a su identificación.
– Nos vamos hacia la cumbre de la OTAN en una hora. En el Chinook.
Marten se quitó las mantas de encima y saltó de la cama.
– Entonces ya está, aquí nos despedimos.
– Nada de despedidas. Quiero que venga conmigo, para estar allí cuando pronuncie mi discurso.
– ¿Yo?
– Sí, usted.
– Presidente, ése será su escenario, no el mío. Tengo planes de volver a casa, a Manchester. Tengo mucho trabajo atrasado. Bueno, eso si no me han despedido.
El presidente sonrió:
– Les escribiré una nota: «El señor Marten no pudo venir a trabajar la semana pasada porque tuvo que salvar al mundo».
– Presidente, yo… -vaciló, incómodo con lo que tenía que decir y sin saber, no sólo cómo decirlo, sino cómo sería recibido-. Yo no puedo ser visto en público con usted. Habrá demasiada gente, demasiadas cámaras. No es sólo por mí. Tengo una hermana que vive en Suiza y no puedo arriesgarme a ponerla en… peligro… -su voz se apagó.
El presidente lo observó:
– Hay alguien que lo está buscando.
– Sí.
– Lo que dijo Foxx, que usted era policía, ¿es cierto?
Marten vaciló. Casi nadie conocía su verdadera identidad, pero si ahora no podía confiar en aquel hombre, entonces no había nadie en el mundo en quien pudiera hacerlo.
– Sí -dijo, finalmente-. Departamento de Policía de Los Ángeles. Era investigador de homicidios. Estuve involucrado en una situación que acabó en la muerte de casi toda mi brigada.
– ¿Porqué?
– Me pidieron que matara a un prisionero bajo custodia. Me negué, pero eso iba contra el credo de la brigada, así que unos cuantos detectives veteranos quisieron vengarse. Me cambié el nombre y la identidad, y cambié también el nombre y la identidad de mi hermana. No quise tener nada más que ver con el cumplimiento de la ley ni con la violencia. Nos marchamos de Estados Unidos y empezamos una vida nueva en Europa.
– Esto debió de ser hace unos seis años.
Marten se quedó asombrado:
– ¿Cómo lo sabe?
– El tiempo cuadra. Red McClatchy.
– ¿Cómo? -Marten reaccionó ante aquel nombre.
– Comandante de la legendaria Brigada 5-2. La mitad de la población californiana sabía qué era, y quién era él. Coincidí con él una vez cuando era senador. El alcalde me invitó a su funeral.
– Yo era su compañero cuando lo mataron.
– Y los detectives lo culpan a usted.
– De esto y de todo lo demás. La 5-2 fue desmantelada justo después.
– Así que, a estas alturas, ninguno de ellos sabe ni su nombre, ni dónde vive, ni lo que hace.
– Siguen buscándome por Internet. Tienen su propia página web de policías por todo el mundo. Al menos una vez al mes cuelgan una pregunta, pidiendo si alguien me ha visto, fingiendo que soy un viejo amigo y que quieren volver a verme. Nadie conoce realmente sus intenciones, excepto ellos y yo. Para mí ya es lo bastante grave, pero no quiero que vayan a buscar a mi hermana.
– Me ha dicho que está en Suiza.
– Se llama Rebecca. Trabaja como institutriz de los niños de una familia rica, en una población cercana a Ginebra. -Marten esbozó una sonrisa-. Un día le contaré su historia. Es algo especial.
El presidente lo miró un buen rato.
– Venga conmigo a Auschwitz. Le mantendré fuera del foco de las cámaras, se lo prometo. Luego podrá irse a casa.
– Yo… -Marten estaba dubitativo.
– Primo, ha estado usted en todo este asunto paso a paso. Lo ha visto todo como yo. Si empiezo a equivocarme o a dudar sobre lo que estoy diciendo, podré mirarlo a usted y recordaré la verdad.
– No le comprendo.
– Voy a decir algunas cosas que diplomáticamente sería mejor no decir, a pesar de que sé que la reacción en todo el mundo puede, y probablemente será, desagradable. Pero las diré de todos modos porque creo que hemos llegado a un punto de la historia en el que la gente elegida para servir ha de decir la verdad a la gente que los ha elegido, les guste o no. Ninguno de nosotros, en ninguna parte, podemos permitirnos seguir con la política a la que estamos habituados. -El presidente hizo una pausa-. No soy un hombre solo, Nicholas. Venga conmigo, por favor. Quiero… necesito su presencia. Su apoyo moral.
– ¿Tan importante es?
– Sí, lo es.
Marten sonrió:
– Y luego me escribirá la nota diciendo que no pude ir a trabajar porque estaba salvando al mundo.
– Se la podrá enmarcar.
– Y luego me podré marchar a casa.
– Y luego todos nos podremos marchar a casa.