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– Habla la inspectora Díaz -retronó su voz por todos los auriculares-. A todas las unidades, abandonen y regresen a la base. Repito, abandonen y regresen a la base.


Dentro de la iglesia, el cronómetro continuaba su cuenta atrás.


0.31


0.30


0.29.


– A mí me pueden examinar más tarde -les dijo el presidente a los dos médicos con el rugido de los rotores de fondo-. El herido es él -dijo, volviéndose hacia José-. Le han disparado y ha sufrido graves quemaduras. Que alguien se ocupe también de la señorita Picard, y rápido. Está quemada y seriamente traumatizada. El señor Marten también necesita que le atiendan por quemaduras.

– Gracias a Dios que está a salvo.

El presidente se volvió al oír aquella voz tan conocida.

El asesor de Seguridad Nacional, doctor James Marshall, se dirigía hacia él desde la cabina del Chinook.

– He tratado de no entorpecer. Ha pasado usted por un buen suplicio.


0.05


0.04


0.03.


– ¿Por qué está usted aquí? -le preguntó el presidente a Marshall sin ambages, con los ojos clavados en él como flechas venenosas y la voz fría como el hielo-. ¿Por qué demonios no está usted con los demás?


De algún lugar más abajo de ellos y más atrás se oyó un ruido sordo y fuerte que sonó como una enorme explosión.

– ¿Qué ha sido eso? -Marten se volvió a mirar por la ventana del Chinook. Al instante siguiente les llegó la sacudida; el helicóptero salió disparado hacia un lado y luego cayó como una piedra. Woody tocó los controles. La velocidad de los rotores se aceleró y la nave reaccionó y volvió a elevarse rápidamente mientras su piloto recuperaba el control.

El presidente se acercó a la ventana, al lado de Marten, yHap también se les acercó, al igual que Bill Strait. A lo lejos se veían las llamas y una humareda que se levantaba de la colina en la que estaba antes la iglesia.

– ¡ Woody, dé media vuelta! -gritó el presidente.

– Sí, señor.


El Chinook giró con fuerza y volvió a poner rumbo hacia el infierno de humo y llamas de la iglesia. En aquel mismo instante, ante sus ojos se desplegó el resto de la destrucción de Foxx. Ninguno de ellos había visto nada igual en su vida. Los edificios de mantenimiento saltaron en pedazos, desintegrándose en miles de trozos. Luego vieron un reguero de polvo bajando a lo largo del viñedo, como si bajo tierra se estuviera agitando una enorme serpiente. La línea continuaba por una explanada de valles y luego subía por la cordillera que habían cruzado la noche anterior, corriendo en dirección al monasterio de Montserrat. De vez en cuando, enormes bocanadas de llamas asomaban por grietas y chimeneas de las rocas.

– Foxx -dijo Marten mirando al presidente-. Ha hecho explotar la iglesia, los edificios de servicio, la galería entera del monorraíl, todo. Puede que los monjes todavía estuvieran dentro.

– Las espitas del túnel -dijo el presidente-. Lo tenía todo planeado desde hacía mucho tiempo. Nadie encontrará nada. Ni rastro de lo que hizo. Nada de nada. -De pronto, el presidente se apartó de la ventana para mirar a Marshall-: ¿Van a volar también el monasterio?

– No sé de lo que me está hablando.

– ¿No lo sabe?

– No, señor.

– No llegará al monasterio -dijo Marten, con voz serena-. Es lo que hizo explotar antes. Allí ya no queda nada. La explosión se detendrá al final del monorraíl.

El presidente miró a Hap.

– Que el CNP alerte al monasterio. Al menos que hayan recibido algún tipo de advertencia, en caso de que sí explote.

– Sí, señor.

Entonces el presidente miró a Woody:

– Mayor, ¿tenemos los depósitos llenos de fuel?

– Sí, señor.

– ¿Cuánta autonomía tenemos, mil doscientas millas náuticas?

– Un poco más, señor.

– Pues entonces sáquenos del espacio aéreo español, Mayor, y pida permiso para entrar en espacio alemán.

– Señor, tengo órdenes de llevarle a una pista de aterrizaje a las afueras de Barcelona. El jefe del Estado mayor tiene allí un jet de la CIA esperándole.

Marten y Hap se cruzaron una mirada.

Entonces Hap hurgó bajo su camisa de jardinero y sacó su rifle automático.

– Mayor, he cancelado esa misión -dijo el presidente con calma-. Le he pedido que pida permiso para entrar en espacio aéreo alemán; por favor, hágalo. Le diré exactamente adonde cuando nos acerquemos.

– Eso no lo puede hacer, señor presidente -se le acercó Marshall-. Es por su seguridad. Todo está previsto.

– Señor asesor de Seguridad nacional, creo que me entiende perfectamente cuando digo que los planes han cambiado. Muy pronto, ustedes y el vicepresidente y todo el resto de «mis amigos» serán puestos bajo custodia y acusados de alta traición. Le sugiero que se vaya a aquel rincón y se siente. Hap estará encantado de acompañarle. -El presidente miró a Marshall un largo instante. Finalmente se volvió y miró de nuevo a Woody.

– Mayor, cambie el rumbo ahora. Es una orden directa del comandante en jefe.

Woody miró a Marshall como si intentara decidir qué hacer.

– Mayor -le dijo Marshall con firmeza-. Usted ya tiene sus órdenes. El presidente ha sufrido mucho estrés debido a una situación terrible y no tiene idea de lo que está diciendo. Su trabajo es protegerle. Y también el de Hap. Y el de Bill Strait. Y es por esto que estamos todos aquí.

Woody los miró y luego volvió a los controles.

– No te va a servir de nada, Jim; estás acabado -dijo el presidente-. La Conspiración está acabada.

– ¿Conspiración? -dijo Marshall, mirándolo con incredulidad.

– Lo sabemos todo, Jim, y también quién estaba allí. Lo hemos visto en plena operación. Hap, el señor Marten, yo mismo y hasta José. Todos nosotros.

– No está usted bien, presidente. No tengo ni idea de lo que está hablando. -De pronto miró a Woody-. Tiene usted sus órdenes, Mayor. Mantenga el rumbo. ¡Mantenga el rumbo!

El presidente y Marten miraron hacia la cabina del piloto. Hap empezó a avanzar hacia ella, rifle en mano.

Fue todo el tiempo que Marshall necesitó. En un par de pasos había cruzado la parte central de la aeronave. En un segundo más abrió la puerta de pasajeros. Se oyó un estruendo atronador y un terrible latigazo de aire.

– ¡Agárrele! -gritó el presidente.

Fue demasiado tarde. Estaban a dos mil pies de altura. La puerta estaba vacía. Marshall había desaparecido.

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