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17.10 h


Hap Daniels estaba sentado al borde de la cama, mirando cómo el joven médico le vendaba el hombro. Estaban en la estrecha habitación de arriba de una casita junto al río Llobregat, a las afueras de El Borras, un pueblecito de un valle al noreste de Montserrat. La casa era propiedad de Pau Savall, el tío de Miguel, albañil y pintor, que era quien le había prestado la moto con sidecar a Miguel y quien le había dejado esconder la limusina detrás de su casa.

– Es usted muy afortunado -dijo, con voz tranquila-. Las dos son heridas leves del tejido blando. Descanse esta noche y mañana se podrá ir.

Miguel le tradujo lo que el médico decía.

– Tiene dos heridas, ambas en el tejido blando. Las balas lo han atravesado. Le dolerá bastante y sentirá rigidez. Quiere que descanse hasta mañana.

– Tiene mucha suerte, amigo -volvió a decir el médico, en un pobre inglés-. Sólo Dios sabe el motivo de estas cosas. Por eso tiene usted un amigo como él -dijo, señalando a Miguel-. Es un regalo de Dios. Y ahora, si me disculpa, mis hijos me esperan para cenar.

Luego le dijo algo a Miguel en castellano y ambos salieron de la habitación.

Hap los vio detenerse un momento ante la puerta y cómo el médico le daba algo a Miguel, y luego los dos se marchaban.


17.20 h


Hap tomó aire y se pasó una mano por el hombro vendado, recordando el doloroso viaje de bajada del monasterio en el sidecar. Le pareció que duraba una eternidad, pero en realidad fueron poco más de veinte minutos. Y veinte minutos más tarde llegó el doctor.

Para entonces ya se había tomado dos buenos tragos de coñac local, se había enterado de quién era Miguel, de quiénes eran los dos hombres a los que llamaba sus primos, y que el motivo por el que Miguel le había ayudado era que se había identificado como agente del Servicio Secreto y había arriesgado su vida para salvar al hombre que confundió con el presidente.

Se enteró también de que Miguel era el conductor de la limusina que había llevado al presidente y a Marten a Montserrat desde Barcelona, y de cómo lo había hecho para enterarse del código que servía para entrar en el despacho de Foxx.

Miguel había ido al restaurante del monasterio para encontrar a sus «primos». El jefe de camareros los había visto salir con Merriman Foxx en dirección al despacho del mismo. Estaba casi en la puerta cuando llegaron los de operaciones especiales, y entonces él se escondió rápidamente en la sombra. Cuando el Narizotas marcó el código de entrada, él lo miró atentamente: había marcado 4-4-4-2. Tenía facilidad para recordar números como consecuencia de su afición a la lotería, en la que invertía demasiado dinero y de la que recordaba demasiados números por su esperanza de ganar algún día.

Fue entonces cuando Hap se enteró de que Foxx era la figura de pelo blanco y desplomada que los agentes especiales estaban sacando. Conocía sólo su reputación por las sesiones del subcomité secreto sobre terrorismo. Nunca lo había visto, ni siquiera en foto, hasta el momento en que Miguel se abalanzó sobre los agentes pensando que llevaban al presidente e hizo caer la chaqueta, dejándolo al descubierto.

Lo que no se explicaba era por qué el presidente tenía tanto interés en Foxx como para arriesgarse a ir hasta Montserrat, hasta que Miguel le confirmó parte de lo que él ya había empezado a sospechar: que los «amigos» del presidente en Washington planeaban una acción en la que el presidente se negaba a participar, un genocidio contra los estados musulmanes, y que Merriman Foxx era el ingeniero al mando de la operación. El presidente no tenía detalles del plan y ésta era la razón por la cual él y Marten habían ido al monasterio: para obligar a Foxx a desvelarles las particularidades del mismo, en un esfuerzo por abortarlo. Ahora no tenía manera de saber si lo habían logrado o no.


17.35 h


Miguel volvió a entrar en la habitación con un vaso de agua y un sobre pequeño.

– Tómese esto -le dijo, ofreciéndole el vaso a Hap y sacando un par de grageas del sobre-. Son para el dolor. Me las ha dado el médico. Aquí hay más.

Le dejó el sobre en la mesilla de noche.

– Cuando los agentes se han marchado y después de que yo perdiera el conocimiento, usted ha entrado en el despacho de Foxx por aquella puerta -dijo Hap, bebiendo un poco de agua pero sin tomarse las pastillas-. Supongo que para ver si veía al presidente. No lo ha encontrado o no estaríamos aquí. ¿Había algún rastro de su presencia?

– Por favor, tómese el medicamento.

– ¿Ha estado allí el presidente? -le apremió Hap, exigente-. Y si es así, ¿dónde demonios ha ido, para que los agentes no lo hayan encontrado?

– Mi tío está abajo con su mujer -dijo Miguel, en voz baja-. Sólo ellos dos y el médico saben que está usted aquí.

Vendrán a verle antes de acostarse. Son de confianza. Le proporcionarán cualquier cosa que quiera o necesite.

Miguel se dirigió hacia la puerta.

– ¿Se marcha?

– Lo veré cuando vuelva.

– Tiene mi BlackBerry.

– Sí. -Miguel se la sacó del bolsillo de la americana y luego retrocedió para dársela a Hap.

– ¿Y los rifles? Había dos.

Miguel se abrió la chaqueta, sacó la Sig Sauer automática de su cinturón y la dejó encima de la mesa.

– ¿Dónde está la otra, la automática?

– La necesito.

– ¿Para qué?

Miquel le sonrió con amabilidad:

– Creo que es usted un buen hombre que necesita descansar.

– He dicho que para qué -insistió Hap.

– De los diecinueve a los veinticuatro años, cuarto batallón, Ejército Real de Australia, Comando de Operaciones Especiales. Sé cómo usarla.

Hap lo miró fijamente:

– ¡No le he preguntado el curriculum, le he preguntado para qué necesita la pistola automática!

– Buenas noches, señor -respondió Miguel, volviéndose en dirección a la puerta.

– ¡Ni siquiera sabe si el presidente ha estado allí, ¿no?! -le gritó Hap-. ¡Sólo es una suposición!

Miquel se giró:

– Ha estado, señor. -Dio un paso, cogió algo de encima de la cómoda, luego se acercó a él y se lo puso en el regazo. Era el sombrero de Demi.

– Lo llevaba cuando los he dejado. Era parte de su disfraz. Lo he encontrado en uno de los laboratorios, detrás del despacho en el que estábamos. La puerta y parte de la pared que sale de los laboratorios, o lo que sea que hay detrás, estaban hundidas, bloqueadas por una enorme pared de piedra, seguramente como resultado del seísmo o de lo que nos ha tirado al suelo. En un par de días, hombres con equipos pesados empezarán a excavar y tal vez puedan pasar al otro lado. Ni siquiera entonces habrá garantías de qué van a encontrar.

»En algún lugar, al otro lado de esa inmensa roca, dentro de la montaña y de las otras que la rodean, hay cuevas conectadas por antiguas galerías de mina que se expanden a lo largo de varios kilómetros. Si está vivo estará en una de esas cuevas o galerías. Se avecina una tormenta, pero durante un tiempo habrá luz de la luna y hay maneras de entrar desde arriba. Allí es donde me dirijo. Para mí, su presidente y Nicholas Marten son familia. Es mi deber y mi elección encontrarlos, estén vivos o muertos.

– Su limusina está aparcada aquí detrás, bajo unos árboles.

– ¿Y qué pasa con ella?

– ¿Acostumbra usted a subir a gente a la montaña a menudo?

– Sí, subo a gente bastante a menudo. -Miguel empezaba a impacientarse, el tiempo era oro y esas preguntas se lo estaban haciendo despilfarrar.

– ¿Lleva un buen botiquín en el maletero?

– Sí.

– ¿Uno grande?

– Señor Hap, intento salvar a su presidente. Por favor, discúlpeme. -De nuevo, Miguel quiso marcharse por la puerta.

– El botiquín. ¿Lleva esas mantas plegables de supervivencia, las que tienen un lado reflectante? Ya sabe, las que usan los bomberos.

Miguel empezaba a mosquearse.

– ¿Por qué me hace todas estas preguntas?

– Respóndame.

– Sí, las llevo. Es normativa de la empresa. Una para cada pasajero más una para el conductor. Llevamos diez.

– ¿Y comida? ¿Raciones de emergencia?

– Unas cuantas barritas de cereales, es lo único.

– Bien. Traiga todo el botiquín. -De pronto, Hap se levantó. Luego levantó una mano para estabilizarse.

– ¿Qué hace?

Hap cogió la Sig Sauer de 9 mm, se la enfundó en el cinturón y se puso las grageas para el dolor en el bolsillo.

– Está de broma si cree que lo dejaré ir solo.

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