22.55 h
Demi levantó una mano para equilibrarse cuando el monovolumen blanco del monasterio benedictino de Montserrat tomó una curva cerrada por la carretera empinada y sinuosa que subía hasta el templo. Mucho más arriba, a lo lejos, se podía ver ya el edificio. Parecía una fortaleza medieval en miniatura, como una ciudadela construida en el acantilado.
Volvió la cabeza y miró en el interior del vehículo. Rafael, el conductor, estaba concentrado en la carretera y en el inmenso autocar que iba delante de ellos. Detrás de él, Beck y Luciana estaban en silencio, concentrados en sendas lecturas.
Demi miró a Luciana con más detenimiento. Iba vestida de negro y había dejado el bolso, grande y negro, en el asiento, a su lado; llevaba básicamente la misma ropa del día anterior, cuando Demi la conoció, y eso la hizo preguntarse si era algún tipo de uniforme, un disfraz clásico para una bruja clásica, si es que algo así existía.
Demi les había dicho a Marten y al presidente que no tenía ni idea de quién era Luciana, pero era mentira. Luciana llevaba años en el centro de su atención y era la fuente de todo. Durante las últimas dos décadas había sido la sacerdotessa, la alta sacerdotisa del secreto boschetto, o aquelarre, de Aldebarán. Como tal, había llegado a dominar las complicadas artes de su oficio, más concretamente las relativas a la influencia ritual y psíquica, y eso significaba que tenía autoridad sobre todos los seguidores de la secta, incluidos el reverendo Beck y Merriman Foxx.
Luciana, una viuda de ojos verdes penetrantes y el pelo negro como el azabache, increíblemente bella para sus sesenta y seis años de edad, era la propietaria de la Pensione Madonella, un pequeño hotel en la isla italiana de Ischia, en la bahía de Nápoles, donde había nacido. Indagaciones posteriores -con la ayuda de un detective privado al que Demi contrató- determinaron que se marchaba de la isla dos o tres veces al año, durante unos diez días, para visitar pequeñas aldeas y pueblos del norte y centro de Italia, donde se reunía con otros miembros de la secta, hombres y mujeres que llevaban el tatuaje de Aldebarán en el pulgar izquierdo. Inmediatamente después regresaba a Ischia para ocuparse de su negocio.
Y además, siempre en esta época del año, acudía al monasterio de Montserrat, se registraba en el hotel Abat Cisneros y pasaba una semana. Demi no fue capaz de descubrir lo que allí hacía, ni si tenía que ver con el boschetto. Fuera lo que fuese, parece ser que implicaba la presencia del reverendo Beck, probablemente desde tiempo atrás, dado que en los últimos doce años éste había tomado sus vacaciones y había viajado a Europa en las mismas fechas. Sin embargo, no había sido hasta ayer, cuando Demi subió a la suite del reverendo Beck en el Regente Majestic y se encontró a la sacerdotessa sentada en un sofá y tomando café con él, cuando relacionó las excursiones europeas de Beck con las estancias de Luciana en Montserrat. Retrospectivamente, debería haber estado preparada para encontrarse con aquello, pero no fue así, y el hecho de ver a Luciana allí, y de que Beck se la presentara como «una buena amiga», la dejó casi sin respiración.
12.00 h
Una fuerte sacudida al sortear un socavón sacó a Demi de sus reflexiones. A un lado se levantaba el acantilado de piedra arenisca que parecía que se pudiese tocar con sólo estirar el brazo; al otro lado, más allá del río Llobregat y del valle, unas colinas más suaves se perdían en la distancia. Volvió a mirar al conductor y luego a Beck y a Luciana, todavía en silencio, concentrados en sus lecturas.
«Paciencia -se dijo-. Calma y paciencia. Ya casi has llegado, después de todos estos años, después de todo. Pronto estaremos en el monasterio. Más tarde, Dios quiera que todo funcione, nos encontraremos con el doctor Foxx y nos llevarán al lugar del ritual. Allí, finalmente, podré ver los rituales del aquelarre.»
De pronto el tiempo se comprimió y se le apareció un caleidoscopio de recuerdos. Como su supuesta inocencia respecto a Luciana, la historia que le había contado a Marten de la búsqueda de su hermana desaparecida era mentira. No tenía ninguna hermana: buscaba a su madre. Esta no llevaba desaparecida dos años, sino dieciocho, desde que Demi tenía ocho, y no se le perdió en Malta, sino en París, adonde sus padres se habían mudado desde su Italia natal al poco tiempo de casarse, y donde su padre cambió el apellido del italiano Piacenti al francés Picard.
Su madre tenía sólo quince años cuando Demi nació, y veintitrés cuando desapareció mientras se dirigía a un mercado de barrio que había visitado muchísimas veces. La investigación policial sólo logró descubrir una cosa: que su madre no había llegado nunca al mercado. La búsqueda por la morgue y por los hospitales locales no dio ningún resultado. Pasó una semana, luego dos y luego tres, sin rastro de ella. «La gente a veces se marcha -decía la policía- con cualquier excusa. A veces vuelven, pero la mayor parte desaparecen para siempre. No porque les haya pasado algo, sino para evitar que les pase.» Y así fue como quedaron lascosas. Un informe abierto de la policía, y ella y su padre, nada más.
El segundo golpe le llegó a los cuatro meses escasos, cuando su padre murió en un accidente laboral en la fábrica de coches en la que trabajaba. Huérfana de repente, y siguiendo las instrucciones estipuladas en el testamento de su padre, Demi fue enviada a vivir con una tía lejana que enseñaba francés e italiano en un internado muy exclusivo a las afueras de Londres. Allí, las dos compartían un pequeño apartamento del campus, y como su tía formaba parte del cuerpo académico, ella fue matriculada en el colegio. Resultó que su tía era una mujer sumamente distante, con lo cual los principales beneficios de su nueva vida resultaron ser una buena formación y el aprendizaje del inglés. El resto de aspectos de su crecimiento quedaron totalmente en sus manos.
Cuando llevaba algunos meses viviendo con su tía, un día llegó un baúl desde París. Dentro habían unas cuantas pertenencias de su madre: ropa; una foto tomada pocos días antes de su desaparición, en la que sus ojos castaños aparecían intensos, pero llenos de calma y de paz; unos cuantos libros, la mayoría en italiano; y unos cuantos dibujos abstractos que su madre hacía como pasatiempo. Aparte de la foto de su madre y algunas de sus prendas de ropa, el resto tenía muy poco interés para una muchacha que se acercaba a su noveno cumpleaños; una niña todavía desconsolada y confundida que se sentía sola y abandonada; una niña, además, convencida de que su madre seguía viva y que cada mañana recogía el correo con la esperanza de encontrar una carta que nunca llegó; una niña que llevaba la foto de su madre a todas partes y escrutaba el rostro de todas las mujeres adultas con las que se cruzaba… esperando, deseando, convencida de que un día se encontraría con aquella cara tan querida, con aquella cara que le sonreiría al reconocerla y que seecharía a sus brazos para prometerle que nunca más la volvería a abandonar.
El tiempo transcurrido pudo hacer muy poco por aliviar el dolor de Demi, o su sentimiento de pérdida, y aunque su tía intentó disuadirla por todos los medios, la idea de que su madre seguía viva se fortalecía con cada latido de su corazón. Pero puesto que los días y los años pasaban y nada parecía cambiar, lo único que podía hacer era sumergirse en sus estudios y contemplar desde su abyecta soledad cómo las madres y los padres de sus compañeras de clase iban a recogerlas al colegio para llevarlas a casa y pasar con ellas los fines de semana, las fiestas, las vacaciones y los veranos.
Entonces, la mañana de su diecisiete cumpleaños, recibió una carta de un abogado de París. Dentro había un sobre pequeño y una nota breve en la que le decían que, como codicillo de su último testamento, su padre había expresado el deseo de que «esta nota sea retenida y te sea enviada en ocasión de tu decimoséptimo aniversario».
Asombrada, abrió el sobre y encontró una nota escrita del puño y letra de su padre y fechada poco tiempo antes de su muerte:
Mi querida Demi:
Te escribo esta nota para guardarla y que la leas más adelante, cuando seas capaz de comprenderla. Sé que querías a tu madre muchísimo y todavía la debes de echar terriblemente de menos. Sería poco natural de tu parte no preguntarte qué le ocurrió, seguramente durante muchos años, por no decir durante el resto de tu vida. Pero, por tu bien y por el bien de tus hijos y el de los suyos, acepta que tu madre te quiso tanto como cualquier madre puede amar a su hija, y déjalo así. Te lo pido: bajo ningún concepto, y lo repito, bajo ningún concepto, intentes enterarte de lo que le ocurrió. Hay cosas que son demasiado peligrosas de descubrir, y todavía más, de tratar de comprender. Te ruego que te tomes esta advertencia muy en serio, como un ruego eterno por tu propia seguridad y bienestar.
Te quiere muchísimo y siempre te querrá,
Papá
La nota la dejó estupefacta. Inmediatamente llamó al abogado de París que se la había mandado, con el deseo de saber más. Eso era lo único que había, le dijo el abogado, para añadir que ignoraba por completo el contenido de la carta, y que su bufete se limitaba a ejecutar una provisión del testamento de su padre. Luego colgó y se fue corriendo al único lugar en el que supuso que podría encontrar algo más: el baúl. Pero no encontró nada más que lo que había visto cientos de veces; la ropa, libros en italiano y los dibujos artísticos de su madre. Esta vez -y quizá porque no había encontrado nada más y porque estaban hechos por la mano de su madre y, por lo tanto, eran algo muy personal- se concentró en los dibujos. Había treinta y cuatro en total, de distintos formatos, algunos de ellos muy pequeños, del tamaño de una tarjeta de felicitación. Y fue uno de éstos el que le llamó la atención: un simple esquema de una cruz con bolas. Debajo de la esquina inferior derecha del mismo, escrita en letra pequeña y del puño y letra de su madre, había una palabra: Boschetto.
El esquema y la palabra de debajo, combinado con lo que le había escrito su padre, le produjeron un doloroso escalofrío. De inmediato fue a buscar su bolso y sacó la foto de su madre. Por milésima vez, Demi escrutó su rostro, y esta vez los ojos le parecieron mucho más intensos, como si la miraran deliberadamente a ella. Volvió a leer la carta de su padre y volvió a mirar el dibujo, y otra vez se fijó en el dibujo. Y sintió otro escalofrío.
La foto, la carta, el dibujo, la palabra.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que una parte muy grande de ella misma estaba ausente y lo había estado durante muchos años. Era la sensación profunda, casi insoportable, de que no se sentiría una persona entera hasta saber si su madre estaba viva o muerta, hasta descubrir la verdad de lo que había ocurrido.
En aquel momento se preguntó también si, de alguna manera, todo aquello que llegaba ahora, cuando estaba a punto de alcanzar la mayoría de edad, le había podido ser mandado por su madre en un intento de comunicarse con ella, de darle pistas sobre su suerte.
Aquello representó un punto de inflexión en su vida, un momento en el que le juró a su madre que haría cualquier cosa y durante todo el tiempo que fuera necesario, costara lo que costase, para descubrir lo que le había ocurrido. Era un pacto profundamente íntimo y sólo entre ellas dos. Un pacto que prometió no compartir nunca con ningún otro ser humano. Y, hasta entonces, lo había cumplido.
– Llevas todo el viaje muy callada, Demi. ¿Hay algún problema?
La inmediatez de la voz del reverendo Beck la sobresaltó, y levantó la vista para ver su rostro girado hacia ella, mirándola por encima del respaldo del asiento. Ahora Luciana también se volvió a mirarla, y sus ojos verdes aparecieron de pronto severos y penetrantes.
– Todo va bien, gracias -sonrió Demi.
– Bien -dijo Luciana-. Todavía queda un buen rato de camino.