Helicóptero Chinook del ejército estadounidense, a los veinte minutos de su despegue de Madrid, rumbo a Barcelona, 3.16 h
– ¿Calvo? -Hap Daniels contestó a la llamada de radio que se oía por encima de los rugidos del motor del helicóptero.
Inmediatamente miró a Jake Lowe y al asesor de Seguridad Nacional James Marshall, sentados delante de él.
– Los efectivos nos informan de que un hombre ha entrado en la habitación de Marten alegando que era su tío. Era calvo. O casi calvo. A menos que el POTUS se haya afeitado la cabeza, tenemos al hombre equivocado.
– Tal vez sí se haya afeitado la cabeza -dijo Lowe, mirando primero a Marshall y luego a Daniels-. Mantengan a los efectivos donde están. Calvo o no, que actúen como si fuera el POTUS.
– ¿Cuándo llegaremos?
– Aterrizaje en la sede central de policía de Barcelona a las 3.30 horas. Diez minutos más hasta el hotel.
Chantilly, Francia, 3.25 h
Victor estaba acurrucado en la oscuridad del bosque a un kilómetro del hipódromo de Chantilly, junto a las pistas de entrenamiento para caballos purasangres de competición llamadas Coeur de la Forêt, o «corazón del bosque». Le quedaban todavía más de tres horas y media hasta que sus objetivos aparecieran y, sin embargo, incluso en medio de la oscuridad y la humedad del bosque, Victor se sentía cómodo y satisfecho.
Lo habían mandado, tal y como le prometieron, en pasaje de primera clase en avión, de Madrid a París. Luego siguió las instrucciones: tomó un taxi en el aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle hasta la Gare du Nord, y desde allí un tren hasta Chantilly, donde se registró en una habitación reservada a su nombre del hotel Chantilly; en ésta le esperaban el rifle M14 y la munición que necesitaría, empaquetados dentro de una bolsa cerrada de golf con su nombre en la etiqueta y enviados por tren desde Niza. Luego se fue a pasear por el bosque, encontró las pistas de entrenamiento Coeur de la Forêt y eligió el lugar en el que se encontraba ahora y desde el cual dispararía cuando los jinetes estuvieran entrenando a sus purasangres, justo después del amanecer.
3.27 h
– Victor -La voz cálida y segura le llegó por el auricular.
– Sí, Richard.
– ¿Estás en tu posición?
– Sí, Richard.
– ¿Va todo bien? ¿Estás lo bastante abrigado? ¿Tienes todo lo que necesitas?
– Sí, Richard.
– ¿Alguna pregunta?
– No, Richard.
– Buena suerte, entonces.
– Gracias, Richard. Todo irá bien.
– Lo sé, Victor. Lo sé muy bien.
Victor oyó colgar a Richard y volvió a acomodarse entre el follaje. Se sentía cómodo, hasta feliz. El bosque a oscuras y los sonidos nocturnos a su alrededor, hasta la humedad mohosa que lo cubría todo, le parecían naturales y acogedores, como si eso formara parte de un mundo -tan alejado y tan distinto de la maleza del desierto de Arizona, donde había pasado toda la vida hasta que lo encontraron- al que pertenecía de verdad.
3.30 h
Una polilla revoloteó y le tocó la cara, y Victor la apartó delicadamente, cuidando de no lastimarla. Se preocupaba muchísimo por los seres vivos, lo había hecho toda la vida, y toda la vida había pagado por ello; demasiado sensible, demasiado emotivo, un niño de mamá llorica, todo eso le habían llamado, incluso en su propia familia. Esos comentarios le herían profundamente y sugerían una debilidad impropia de un varón; de adolescente y, más tarde, de adulto, quiso ocultar su sensibilidad. Peleas y broncas en el instituto, luego peleas en los bares y acusaciones de asalto y agresiones, de vez en cuando pequeñas condenas de prisión. Le daba igual: era todo lo duro y masculino que cualquier situación requiriera, todo lo duro y masculino que hiciera falta. Eso lo percibió Richard en su primera conversación telefónica.
Al hacerlo, le hizo ver a Victor que no había nada malo en la manera en que se sentía y que aquellas mismas emociones eran compartidas por cientos, miles, hasta millones de otros hombres. Desde luego que le hería cuando la gente próxima a él le criticaba por ello, pero eso no era nada comparado con lo que otros hacían en el mundo. Richard le hablaba de gente que daba poco valor a la vida excepto para conseguir sus propios fines. Terroristas. Asesinos contra los que el mundo se jactaba de luchar pero que, excepto en contadas ocasiones, poco podía hacer para detener, ni siquiera con el uso de potentes ejércitos.
Fue entonces cuando Richard le preguntó si podía estar interesado en incorporarse a un movimiento clandestino de luchadores por la libertad, dedicado a proteger la patria americana, que iba a derrotar a aquella gente y a sus organizaciones por todo el mundo. Victor asintió inmediatamente.
El hombre al que había asesinado al bajar del tren en Washington -Richard se lo había contado varios días antes- era un joven jugador de béisbol de Centroamérica. Pero era también miembro de una organización terrorista que comandaba células de espera en el corredor entre Washington y Nueva York y que iba a abandonar el país al día siguiente para informar a sus jefes en Venezuela y para organizar el transporte de más de sus miembros y dinero a Estados Unidos. Las autoridades estaban al corriente pero, debido al sistema burocrático y a sus múltiples niveles de autoridad, no habían hecho nada para detenerlos. Era necesario que se actuara antes de que el hombre abandonara el país, y Victor lo hizo.
Sucedió lo mismo en Madrid, cuando Richard insistió en que caminara por Atocha y visualizara el horror que los terroristas habían creado allí. Fue un acto de terror que debía haber sido, y podía haber sido, detenido mucho antes de que ocurriera.
Seguir al presidente tanto en Berlín como en Madrid había sido un sencillo ejercicio. Richard quiso demostrarle directamente lo fácil que resultaba para cualquiera acercársele lo bastante como para matarlo, a pesar del fuerte dispositivo de seguridad.
Ese era el motivo por el cual se encontraba ahora en Chantilly, no sólo para probar sus dotes de tirador, sino también porque los jinetes formaban parte de una facción terrorista establecida en el norte de Francia. La idea era eliminarlos, poco a poco, uno a uno y por cualquier medio. Era la guerra, y si nadie más era capaz de lucharla como era debido, gente como Victor y Richard se encargarían de hacerlo.
De momento Victor había jugado bien sus cartas. Valoraban sus dones y su dedicación y se lo decían. Para él, esto era lo más importante.
3.35 h
Victor levantó una mano enguantada y se acercó el M14 para dejarlo reposar cómodamente en su axila. Sólo le quedaba descansar y esperar a que llegaran los jinetes justo antes de las siete.