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Tren Altaria n.° 01138 Madrid-Barcelona. 16.35 h


El presidente de Estados Unidos le dio las gracias con un gesto de la cabeza al camarero del vagón cafetería, luego se llevó lo que se había comprado, un bocadillo y una botella de agua mineral, a una mesilla lateral para comer. Aparte del camarero de la barra, en el vagón había seis personas más, cuatro hombres y dos mujeres, una más mayor que la otra. De los hombres, había dos que tomaban cerveza junto a la ventana; otro estaba de pie, con un café en vaso de papel en la mano, mirando el paisaje. El último se sentaba a una mesa y compartía un plato de pequeños bocadillos con las dos mujeres. Esos tres parecían inofensivos, unos hermanos que tal vez viajaban con su tía, o un matrimonio y la hermana mayor de uno de ellos. En cambio, de los otros tres no se fiaba tanto.

Hacía pocos minutos que habían dejado atrás la ciudad de Lleida, después de detenerse en Zaragoza, y ahora avanzaban en dirección noreste, con una parada en Valls antes de llegar a la estación de Barcelona-Sants un poco después de las seis de la tarde. La mayor parte del viaje había transcurrido sin incidencias, y nadie lo había mirado ni una segunda vez, pero en Lleida vio a varios hombres armados y de uniforme que subían al tren, y poco después vio a cuatro más, vestidos de paisano pero con el estilo inequívoco y los gestos de los miembros de las fuerzas de seguridad. Eso le hizo preguntarse si uno, o tal vez los tres hombres, los dos que bebían cerveza y el que miraba por la ventana, podían ser también agentes, españoles o americanos. Los tres habían llegado al vagón después de él y estaban lo bastante cerca de la puerta del fondo como para impedirle salir si querían. Los hombres de uniforme u otros agentes de paisano que habían subido en Lleida podían entrar fácilmente y bloquearle la puerta que tenía detrás. Si estaba en lo cierto y lo hacían, el juego habría terminado.

Harris se terminó rápidamente el bocadillo y tomó otro sorbo de agua. Luego tiró educadamente el plato de papel a una papelera y abandonó el vagón pasando junto al hombre y las dos mujeres.

Recorrió el siguiente vagón entero y entró en el tercero para ocupar su asiento en la zona de segunda clase, junto al hombre de cazadora de piel y boina negra que había sido su compañero de asiento desde Madrid. Ahora el hombre se había vuelto hacia la ventana, la boina le tapaba casi todo el rostro y parecía dormir. Harris respiró hondo y se relajó, luego cogió su ejemplar doblado de El País del respaldo del asiento de delante y lo abrió.

Eran las 16.44. La parada siguiente era Valls a las 17.03 y Harris no sabía qué hacer. Sabía que Hap Daniels estaría más que decidido a devolverlo a casa; estaría histérico. No sólo se había convertido en el primer agente del Servicio Secreto al cargo del destacamento presidencial en haber perdido un POTUS, sino que estaría avergonzado a más no poder y estaría aguantando enormes críticas de sus superiores, lo cual equivalía a decir que tenía todas las cartas para ser despedido. Personalmente, sentiría que había decepcionado monstruosamente a un amigo.

La primera suposición del Servicio Secreto habría sido que el presidente había sido víctima de un acto delictivo o terrorista, y habrían actuado en consecuencia. A estas alturas, la CIA, el FBI y el NSA estarían totalmente involucrados. Madrid habría sido barrido por la Inteligencia española y la policía nacional. Una búsqueda más amplia se habría extendido por toda Europa y el norte de África, con otro equipo trabajando fuera del alcance de la oficina de campo de Roma, en Oriente Próximo, Rusia y otros países del antiguo bloque soviético. Todo llevado a cabo bajo órdenes silenciosas o, como ellos decían de estas operaciones, «bajo el manto de la noche». Sin embargo, ahora habrían reunido ya la suficiente información como para estar razonablemente seguros de lo que había ocurrido realmente: que se había escapado solo. Como resultado, un furioso Jalee Lowe y el asesor de Seguridad Nacional, Jim Marshall, habrían elaborado una explicación convincente de lo sucedido: que lo había hecho porque había algo muy grave, que había sufrido algún tipo de crisis nerviosa. Era la única historia que podían presentar, pero era lo bastante buena porque, para la gente responsable de protegerle, todo esto se levantaría por encima del horror de que lo hubieran secuestrado y pasaría a ser lo que Lowe y compañía disfrazarían de una historia humana muy dolorosa, el hundimiento del hombre más poderoso del mundo.

En consecuencia, todos, desde el grupo que estuvo en casa de Evan Byrd en Madrid la noche anterior hasta el secretario de Seguridad Nacional, pasando por el director del Servicio Secreto y todos los cargos inferiores, harían todo lo que estuviera en sus manos para asegurarse de que lo encontraban y lo llevaban a casa, fuera de peligro y lo antes posible, y tan sólo unos pocos y muy escogidos estarían al corriente de lo que realmente había sucedido.

«En casa y fuera de peligro» significaba que sería entregado a Jake Lowe y compañía, que ya estarían preparados para que fuera llevado bajo su cuidado. Una vez eso sucediera, era consciente de lo que venía a continuación. Sería mandado apresuradamente a un lugar lo bastante remoto y lo bastante seguro para tenerlo aislado y matarlo: un infarto o una parada cardíaca, o algo igual de convincente.


El sonido de la puerta que se abría al fondo del vagón le hizo levantar la vista. Dos de los hombres armados y uniformados que habían subido al tren en Lleida entraron y se quedaron de pie vigilando a los pasajeros, mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. Harris advirtió que eran miembros del CNP o Cuerpo Nacional de Policía. Llevaban rifles automáticos colgados al hombro, permanecieron en silencio un momento más y luego se pusieron a avanzar lentamente, uno de ellos escrutando a los pasajeros del lado derecho, el otro a los del lado izquierdo. A medio vagón, el primer poli se detuvo y miró a un pasajero que llevaba un sombrero de ala ancha, luego le pidió que se identificara. El otro poli se acercó y los observó mientras el hombre obedecía. El primer poli estudió el carnet del hombre y luego se lo devolvió, y ambos prosiguieron por el pasillo.

Harris los observó acercarse, luego volvió a mirar a su periódico. Había pocas dudas de que lo buscaban a él, que se fijaban en cualquiera que tuviera el más mínimo parecido con él o, en el caso del hombre del sombrero, en cualquiera al que no pudieran identificar con claridad.

Se acercaron más y él sentía que el corazón se le aceleraba, que las gotitas de sudor se le acumulaban en el labio superior. Mantuvo la cabeza gacha, leyendo, esperando que pasaran y se largaran al vagón siguiente.

– Usted -dijo el poli-, ¿cómo se llama? ¿Dónde vive?

Con el corazón en la boca, Harris levantó la vista. El poli no lo miraba a él sino al hombre de la boina que dormitaba a su lado. Lentamente, el hombre se levantó la boina y lo miró. Ahora el segundo policía se había reunido con el primero. Harris se sentía como un corderito delante de dos leones hambrientos. Lo único que tenían que hacer era fijarse en él.

– ¿Nombre? ¿Dirección? -volvió a soltarle el poli.

– Fernando Alejandro Ponce. Vivo en Barcelona, Carrer del Bruc, número 62 -dijo el de la boina-. ¡Soy artista! -De pronto se empezó a indignar-. ¡Pintor! ¿Qué sabe usted de arte? ¿Qué quiere de mí?

– Documentación -dijo el poli con voz firme.

Ahora todo el mundo los miraba.

El segundo poli se descolgó el rifle automático y lentamente, enojado, Fernando Alejandro Ponce buscó en su cazadora y sacó un DNI. Se lo entregó al primer policía.

De pronto se volvió hacia Harris.

– ¿Por qué no le pregunta su nombre a este señor? ¿Y dónde vive? ¿Por qué no le exige la documentación? ¡Sería lo justo! ¡Vamos, pídasela!

«Dios mío», pensó Harris, aguantando la respiración, esperando que el poli aceptara el reto del hombre y haría lo que le pedía. El poli miró el carnet de identidad de Alejandro y luego se lo devolvió.

– Vamos, ¿no se lo pregunta? -Furioso, Fernando Alejandro le mostró el carnet a Harris.

– Vuelva a dormir, artista -le dijo el poli.

Luego echó una mirada rápida a Harris, se dio la vuelta y, con su compañero, prosiguieron su recorrido por el vagón. Al cabo de un momento salieron por la puerta del fondo.

Alejandro los siguió con los ojos todo el camino y luego le gritó a Harris:

– ¡Hijos de puta! ¿A quién coño buscan?

– No tengo ni idea -dijo Harris, encogiéndose de hombros-. No tengo ni la más remota idea.

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