Comisaría de policía metropolitana
Distrito de Columbia, 16.10 h
– ¿Dónde estaba usted entre las ocho y las nueve de la noche de ayer? -le preguntó la detective Monroe a media voz.
– En mi coche de alquiler, dando vueltas por la ciudad -dijo Marten convencido, tratando de no darles nada. De alguna manera, era cierto. Además, no tenía ninguna otra coartada.
– ¿Le acompañaba alguien?
– No.
Herbert se inclinó hacia delante sobre la mesa de trabajo de la pequeña sala de interrogatorios en la que se sentaban frente a frente. La detective Monroe retrocedió y se apoyó en la puerta por la que habían entrado; la única puerta de la sala.
– ¿Por dónde de la ciudad?
– Por ahí. No sé por dónde, exactamente. No conozco bien la ciudad, vivo en Inglaterra. Caroline Parsons era una buena amiga. Su muerte me ha afectado mucho. Sencillamente necesitaba estar en movimiento.
– Así que… ¿estuvo dando vueltas?
– Sí.
– ¿Hasta la casa de la doctora Stephenson?
– No sé adónde fui. Ya se lo he dicho, no conozco bien la ciudad.
– Pero no tuvo problemas para regresar a su hotel. -Herbert seguía trabajando con él mientras Monroe permanecía callada, observando sus reacciones.
– No, al final lo encontré.
– ¿Sobre qué hora?
– Nueve, nueve y media. No estoy seguro.
– Usted culpó a la doctora Stephenson de la muerte de Caroline Parsons, ¿no es cierto?
– No.
Marten no lo entendía. ¿Qué estaban haciendo? Ningún policía de homicidios confundiría un suicidio con un asesinato, al menos no de la manera en que Lorraine Stephenson lo había hecho. De modo que, ¿qué era lo que realmente perseguían? ¿Y por qué? ¿Era posible que ellos trabajaran también con la hipótesis de que Caroline había sido asesinada? En ese caso, ¿podía ser Stephenson sospechosa del crimen? Si lo era, tal vez fuera la policía la que vigilaba la casa de la doctora. Tal vez hasta lo hubieran visto sentado en su coche y luego siguiéndola cuando salió del taxi y cuando echó a correr calle abajo. Si éste era el caso, tal vez pensaran que estaba involucrado en la muerte de Caroline.
Y si lo pensaban no podría ir a ninguna parte durante un tiempo, y enseñarles la autorización autentificada de Caroline que le daba acceso a los asuntos privados de ella y de su esposo podría hasta resultar contraproducente. Podría hacerles pensar que él la había coaccionado para que la escribiera, aunque ni siquiera se encontrara en el país cuando lo hizo. Que la había coaccionado porque tenía algún plan en la cabeza para después de su muerte, algo en sus propiedades o algún asunto político en el que su marido hubiera estado implicado.
Sabía perfectamente que si la policía tenía alguna razón para creer que estaba involucrado en la muerte de Caroline o en la de la doctora Stephenson, lo acusarían de complicidad y lo detendrían. En ese proceso le tomarían las huellas digitales y éstas serían mandadas al banco de datos local, el AFIS, un sistema automatizado de identificación de huellas, y luego al banco de datos del FBI, el IAFIS, el sistema integrado de identificación de huellas. Al mismo tiempo hablarían con la Interpol. Si lo hacían, descubrirían que era un antiguo oficial de policía porque sus huellas seguirían registradas y lo identificarían con su nombre real, John Barron. Entonces, a los miembros de la policía de Los Ángeles que todavía lo buscaban no les llevaría mucho tiempo encontrarlo. Seguía siendo «una persona de interés vital» en una página web llamada copperchatter.com-un espacio para chatear entre policías de todo el mundo, en jerga policial, con humor policial y con el afán de venganza típico de los polis- y su nombre era colgado cada domingo por la noche por alguien que usaba el nick Gunslinger, Pistolero, pero que él sabía que era Gene VerMeer, un veterano detective de homicidios de la policía de Los Ángeles que le odiaba por loque había sucedido varios años antes y que había creado la página web con la única finalidad de encontrarlo. Encontrarlo y luego mantenerlo vigilado de cerca hasta que Gunslinger VerMeer o alguno de sus compinches aparecieran para encargarse de él de una vez por todas.
– ¿De qué conocía usted a Caroline Parsons?
Ahora le tocaba el turno a la detective Monroe, que se había desplazado desde su lugar junto a la puerta para apoyarse en lo que parecía ser un espejo grande montado en la pared del fondo de la sala. No era un espejo, sino un cristal de una sola dirección con una sala de observación oculta detrás. Marten no podía saber quién, o cuántos, estaban tras de él observándolos.
– La conocí hace muchos años en Los Ángeles -dijo Marten tranquilamente, tratando de ser tan conciso como podía-. Nos hicimos amigos y conservamos la amistad. Conocía también a su marido.
– ¿Se la follaba muy a menudo?
Marten se mordió la lengua. Sabía que estaban intentando atraparlo de cualquier manera. Que viniera de una mujer no suponía ninguna diferencia.
– ¿Cuántas veces? -inquirió.
– No teníamos relaciones sexuales.
– ¿No? -Monroe hizo una media sonrisa.
– No.
– ¿De qué quería usted hablar con la doctora Stephenson? -Herbert retomó el interrogatorio.
– Ya se lo he dicho, de la muerte de Caroline Parsons.
– ¿Por qué? ¿Qué esperaba que le pudiera decir?
– La señora Parsons enfermó gravemente muy rápido y nadie parecía saber exactamente de qué. Su marido y su hijo acababan de morir en un accidente aéreo y ella estaba hecha una piltrafa emocional. Me llamó a Inglaterra y me pidió que viniera. Murió poco después de mi llegada.
– ¿Por qué le pidió que viniera?
Marten miró a Herbert.
– Ya se lo he dicho, éramos muy buenos amigos. ¿No tiene usted a nadie que pudiera llamarle en una circunstancia como ésa? ¿Alguien con quien le gustaría compartir sus últimas horas?
Marten no estaba haciéndose el duro, tan sólo quería que vieran que estaba enfadado. No sólo por las preguntas y por la manera en que se las formulaban, sino también para que vieran y se hicieran una idea de la profundidad de su relación con Caroline, que había sido y seguía siendo algo genuino.
– Y puesto que la doctora Stephenson era su médico de cabecera -dijo Monroe, avanzando hacia él-, quería saber por ella lo que había ocurrido.
– Sí.
– Así que la llamó una y otra vez pero no pudo llegar a hablar con ella. Y eso le puso furioso. ¿Hasta qué punto?
– Finalmente me devolvió la llamada.
– ¿Y qué le contó?
– Que las respuestas que yo quería obtener eran información privilegiada entre médico y paciente.
– ¿Eso es todo?
– Sí.
– ¿Y entre las ocho y las nueve de la noche de ayer usted estaba dando vueltas en coche por la ciudad, sin más?
– Sí.
– ¿Solo?
– Sí.
– ¿Dónde?
– Ya se lo he dicho, no lo sé.
– ¿Le vio alguien?
– Tampoco lo sé.
– ¿La mató usted? -le espetó Monroe de pronto.
– No.
Herbert siguió presionándolo:
– Usted es americano, pero vive y trabaja en Inglaterra.
– Me gradué en la ciudad de Manchester en arquitectura de paisajes. Me gustó el sitio y decidí quedarme. Trabajo para una pequeña empresa, Fitzsimmons & Justice, donde diseño jardines y otros proyectos paisajísticos. Tengo pasaporte británico y me considero expatriado.
Herbert se levantó de la mesa. Al hacerlo, Marten lo vio intercambiar una mirada fugaz con Monroe. Lo que este gesto le reveló era sorprendente. No lo habían venido a buscar porque pensaran que Caroline había sido asesinada, ni porque pensaran que él o la doctora Stephenson hubieran estado involucrados en su asesinato, ni porque lo hubieran visto seguir a la doctora Stephenson momentos antes de que se matara. No, lo habían elegido sencillamente por las llamadas que le había hecho. Eso significaba que estaban seguros de que la habían matado. Pero eso era imposible, porque él estaba exactamente delante de ella cuando se pegó el tiro. Entonces, ¿por qué creían lo que creían?
La única explicación posible era que alguien hubiera tenido acceso a su cuerpo poco después de marcharse él y hubiera hecho algo para simular el asesinato. Tal vez se llevaran su pistola de la escena y luego le dispararan a la cara con un arma de calibre mucho mayor, destruyendo así las pruebas del suicidio y haciéndolo parecer un asesinato. Eso daba a los investigadores y al forense pocos motivos para sospechar cualquier otra cosa. Pero ¿por qué? A menos que el motivo del suicidio de una mujer de su relevancia hubiera podido ser mucho más investigado que su asesinato.
Marten miró a los detectives. Quería preguntarles por los detalles sobre el estado del cuerpo de la doctora Stephenson cuando lo encontraron, pero no osaba hacerlo. No parecía que tuviesen demasiado claro lo ocurrido. Por tanto, no tenían nada con que retenerle, y mostrar curiosidad no haría más que animar su interés, hacer que se preguntaran por qué quería saber, y provocar que volvieran a interrogarlo. De modo que lo mejor era salir mientras todavía pudiera.
– Creo que ya he respondido a todas sus preguntas -dijo, respetuosamente-. Si no les importa, me gustaría marcharme.
Herbert lo observó durante un largo rato, como si buscara algo que se había perdido. Marten contuvo el aliento, temiendo que en ese momento le pidiera una muestra de sus huellas digitales, tan sólo para comprobar que no lo buscaban en alguna parte.
– ¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse en Washington, señor Marten? -le dijo, en cambio.
– El funeral de Caroline Parsons es mañana. Después de eso, no lo sé.
De manera abrupta, Herbert le entregó su tarjeta:
– Consúltelo conmigo antes de ir a cualquier parte fuera de la ciudad. ¿Me ha entendido?
– Sí, señor -Marten trató de esconder su alivio.
Por ahora, al menos, lo dejaban marchar.
Monroe se dirigió a la puerta y la abrió.
– Gracias por su colaboración, señor Marten. A su izquierda y bajando las escaleras.
– Gracias -dijo Marten-. Lamento no haberles sido de más ayuda.
Se marchó sin hacer ruido. Hacia la izquierda y escaleras abajo.