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Barcelona, hotel Regente Majestic, 14.25 h


– ¿Sabe si ha llegado la señorita Picard? -Nicholas Marten sonrió a la atractiva recepcionista del mostrador-. Me llamo Marten, viajo con el Washington Post. Nos han indicado que nos presentáramos en este hotel para que nos asignen habitación.

– Lo siento -le dijo ella, sonriendo-, pero no le comprendo.

– Estamos en Barcelona por el congreso de periodistas y fotógrafos de prensa escrita. Su apellido es Picard, P-I-C-A-R-D. De nombre Demi.

– Un momento. -Los dedos de la mujer se pasearon por el teclado de su ordenador-. Sí, la señora Picard ha llegado hacia las doce -dijo, sin levantar la mirada-. ¿Me ha dicho que su nombre era…?

– Marten, con «e». Nicholas Marten.

– No parece que haya ninguna reserva a su nombre, señor Marten. ¿Puede figurar bajo algún otro nombre?

– Pues… -Marten vaciló; le acababa de proporcionar un filón que hubiera sido absurdo no utilizar-. Tenía que haberme registrado con el pequeño grupo de la señora Picard y el reverendo Rufus Beck, de Washington. El reverendo Beck ya debe de haber llegado, ¿no?

De nuevo, los dedos de la mujer bailotearon por el teclado.

– El reverendo Beck tiene una habitación reservada, pero todavía no ha llegado.

Marten había supuesto bien: Demi había venido siguiendo a Beck.

– ¿Y dice que no le consta ninguna reserva a mi nombre? -dijo, con una expresión de absoluta sinceridad.

– No, señor.

– Temía que algo así pudiera ocurrir. No te fíes nunca de una secretaria nueva para que haga tu trabajo. -Marten apartó la vista, como si estuviera decidiendo qué iba a hacer, y luego volvió a mirarla-. ¿Tiene alguna habitación disponible? Me conformaría con cualquier cosa -le sonrió-. Se lo ruego, ha sido un día muy largo.

Ella lo miró comprensiva:

– Veré lo que puedo encontrarle.


La habitación 3117 era pequeña pero con vistas a la calle, y Marten se quedó junto a la ventana mirando al exterior. No estaba contento de haber usado su propio nombre en el mostrador, pero lo cierto es que no iba preparado con ningún alias ni documentación falsa, de modo que no tuvo alternativa.

De todos modos, estaba razonablemente seguro de haber perdido a su espía del pelo canoso y el polo amarillo… y estaba convencido de que el tipo lo había estado siguiendo. Lo siguió de lejos las cinco primeras manzanas que Marten recorrió después de bajar del Aerobús en la Plaça de Catalunya. Luego Marten entró expresamente en un bar de tapas en la calle Pelai, donde tomó un almuerzo ligero y se demoró casi una hora. Después, haciéndose pasar por un turista más y tomándose su tiempo, salió y anduvo hacia la Plaça Universitat, deteniéndose por el camino a mirar libros en una librería, luego a mirar zapatos, y luego pasó sus buenos treinta minutos en una tienda Zara antes de salir por una puerta lateral y dirigirse finalmente al hotel de la Rambla de Catalunya. En ninguno de esos lugares había vuelto ver a Pelo Canoso.

No tenía idea de quiénes podían ser ni él ni el chico de la chaqueta ancha que lo había seguido desde La Valetta; sólo sabía que habían empezado a seguirle en Malta, donde su principal atracción fue Merriman Foxx. Suponiendo que Foxx hubiera hecho finalmente los deberes y hubiera descubierto que Marten no tenía ninguna conexión con la congresista Baker, su disgusto sería mayor ahora de lo que había sido anoche en su encuentro en el Café Trípoli. Querría saber quién era Marten y por qué estaba haciendo lo que hacía, y si trabajaba para alguien. Y una vez hubiera descubierto lo bastante como para aplacar su inquietud, Marten podía estar prácticamente seguro de que el sudafricano encontraría la manera de poner fin a su curiosidad para siempre.


Marten miró por la ventana un rato más y luego cruzó la habitación. Al hacerlo, su teléfono móvil sonó. Respondió rápidamente, con la esperanza de que fuera Peter Fadden con la información acerca de la clínica de Washington a la que habían llevado a Caroline, pero en cambio lo que escuchó fue la conocida voz de Ian Graff, su supervisor en Fitzsimmons & Justice. A Marten le encantaba su trabajo y se llevaba muy bien con la dirección de su empresa, especialmente con Graff, pero ahora era lo último que necesitaba.

– Ian -dijo, sorprendido, tratando de sonar agradable-. Hola.

– Marten, ¿dónde demonios te has metido?

Graff, un hombre rotundo, leído, culto, normalmente agradable y de trato asequible, se volvía tenso e irritable cuando se encontraba bajo presión. Y Marten era más que consciente de la presión creciente que había para finalizar los planos de la enorme y costosa finca rural de los Banfield, el proyecto en el que estaban trabajando en aquel momento.

– Estoy en… -mentir no tenía ningún sentido-, en Barcelona.

– ¿Barcelona? Hemos intentado localizarte en tu hotel de Washington y nos han dicho que te habías marchado. Supusimos que estabas de regreso.

– Lo siento, tendría que haberos llamado.

– Sí, desde luego. Y también tendrías que estar en tu mesa ahora mismo, trabajando.

– Te pido disculpas, pero estoy con un asunto muy importante.

– El proyecto Banfield también es muy importante, no sé si me entiendes.

– Te entiendo, Ian, de veras.

– Al menos, dime cuánto tiempo te va a tener ocupado este tema tan importante.

– No lo sé -Marten se llegó hasta la ventana y miró afuera. Seguía sin ver a Pelo Canoso. Tan sólo coches y peatones-. ¿Qué necesitas que te pueda solucionar desde aquí? ¿Hay problemas con la selección de plantas, con los permisos de modificación del terreno, con los pedidos…? ¿Conque?

– El problema son los señores Banfield. Han decidido que los rododendros tienen que ir en la colina sur, no la norte, y que en la norte quieren plantar entre ochenta y cien ginkgos.

– ¿Ginkgos?

– Sí.

Marten volvió a mirar otra vez por la ventana.

– Crecerán demasiado altos y espesos y les cerrarán la vista del río.

– Eso es exactamente lo que les hemos dicho. Pero eso es una menudencia comparado con lo que quieren hacer con las forsitias, las azaleas y las hortensias.

– Pero si todo eso lo aprobaron hace diez días.

– Pues esta mañana se han retractado de todo. Han accedido a pagar lo que sea necesario por los cambios, pero a lo que no están dispuestos es a que se les modifique el calendario. Yo de ti me metería en el próximo avión que salga para Inglaterra.

– No puedo hacerlo, Ian. Ahora mismo, no.

– ¿Eres empleado nuestro o no?

– Por favor, trata de comprender que lo que estoy haciendo aquí es algo muy complicado y muy personal. Si… -de pronto se oyeron unos golpes a la puerta de la habitación que lo hicieron detenerse a media frase. De inmediato volvieron a llamar-. Ian, espera un momento, por favor.

Marten se metió en el pequeño pasillo que separaba la habitación de la puerta de entrada. Estaba casi a punto de abrir la puerta cuando, de pronto, una idea lo detuvo. ¿Y si no había logrado esquivar a Pelo Canoso? ¿Y si estaba allí mismo, frente a su puerta, y Merriman Foxx había decidido que no quería explicaciones, sino que quería que lo eliminaran ahora mismo?

Los golpes volvieron a sonar.

– Dios mío -respiró Marten. Inmediatamente volvió a llevarse el teléfono al oído-. Ian -dijo, con una voz sólo ligeramente más alta que un suspiro-, tengo que ocuparme de una cosa. Mándame los cambios por e-mail y te responderé lo antes que pueda.

Colgó y volvió a escuchar la llamada, más fuerte y seca. Fuera quien fuese no estaba dispuesto a marcharse. Miró a su alrededor para ver si encontraba algo que pudiera servirle de arma. Lo único que vio fue el teléfono de la habitación colgado en la pared contigua. De inmediato lo cogió y llamó al servicio de habitaciones.

Le respondió una voz en español:

– ¿Habla usted inglés? -le dijo.

Yes, sir.

– Pues espere un momento, por favor.

Con el teléfono en la mano, con la línea de salvación que suponía la operadora del servicio de habitaciones en caso de necesidad, Marten respiró hondo y luego se volvió hacia el pomo y abrió la puerta.

Demi Picard estaba en el pasillo, los brazos en jarras, mirándolo a los ojos.

– ¿Qué es esto de un congreso de periodistas y fotógrafos? -le soltó, furiosa, con su acento francés-. ¿Cómo me ha encontrado? ¿Qué demonios está haciendo aquí, maldita sea?

Si llega a estar un poco más irritada hubiera estallado en llamas.

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