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8.53 h


Marten se volvió al oír unos golpes a la puerta de la sala de control, llevándose la Sig Sauer a la mano. Hap se colocó delante del presidente, balanceando su rifle.

Pronto oyeron otra vez la llamada: uno, dos, tres golpes.

– Es José -dijo Marten.

Hap hizo un gesto de aprobación y Marten se acercó a la puerta para abrirla con cautela. José estaba allá solo. La mirada intensa, el cuerpo agarrotado. Marten lo dejó entrar y luego cerró la puerta.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el presidente en español.

– He bajado a la iglesia, todo lo que he podido -explicó-. A través de la puerta hay unas escaleras anchas, y luego una gran puerta de metal. Y también un ascensor, creo.

Pero todo está cerrado. No hay nadie. Si hay un túnel más abajo, no podemos acceder a él.

– Gracias, José, muchas gracias -le dijo el presidente, sinceramente, y luego le sonrió-. Está bien, relájate.

De inmediato, miró a Hap y a Marten y se lo tradujo.

– Lo único que podemos hacer es esperar y cruzar los dedos para que no venga nadie -dijo Hap, antes de hacerles un gesto hacia los monitores-. Supongo que cuando la ceremonia haya terminado, el escenario hidráulico volverá a bajar, el suelo original volverá a deslizarse hasta su posición normal y los monjes abrirán las puertas. Luego todo el mundo saldrá hacia los autocares como si no hubiera pasado nada. Será en ese momento cuando entremos en acción: subimos las escaleras y volvemos a salir por donde entramos. Si no salimos en ese instante, somos hombres muertos, porque en el momento en el edificio quede limpio de invitados, el Servicio Secreto español registrará el edificio y lo volverá a cerrar.

– ¿Y qué pasa con Cristina? -le soltó Marten-. Van a matarla.

Hap lo miró fijamente.

– No podemos hacer nada por ella sin poner en peligro al presidente. Comprenda esto y sáquesela de la cabeza.

– Lo comprendo, pero no me gusta.

– Ni a mí. Pero así son las cosas.

Marten volvió a mirarlo y, finalmente cedió:

– Vale. Salimos… ¿Y luego qué? Ahí afuera hay quinientos hombres, la mayoría atentos a este edificio y a la gente que hay dentro.

– Salimos -dijo Hap con calma-, nos subimos al coche eléctrico de golf, volvemos al lugar en el que nos escondimos al subir. Seguridad debería irse de la zona en menos de una hora después de que se haya marchado todo el mundo. Luego pensamos qué hacemos.

– Hap, tus hombres están todavía ahí fuera con la policía española. Si no nos encuentran en la montaña, empezarán a dirigir su atención hacia aquí… Tal vez ya lo hayan hecho. No volverán a casa sin el presidente.

– Marten, aquí no podemos quedarnos.

– Woody -dijo el presidente, mirando a Hap.

– ¿Woody?

– Nos arriesgamos a que no sea corrupto. Tan pronto como hayamos salido y tenga una señal clara, mándele un mensaje al móvil. Dígale que estamos aquí y que venga todo lo rápido que pueda con el Chinook. Sólo él y su helicóptero, nadie más. La gente estará saliendo. Es un helicóptero de la Marina, nadie sabrá lo que sucede. Que baje al aparcamiento en el que hemos dejado el carrito. En treinta segundos podemos elevarnos y estar fuera de aquí.

– Señor presidente, si eso funciona, supongamos que se eleva y nos recoge. Luego, no sabemos lo que va a hacer. Puede ser que nos lleve directamente al jet de la CIA. Si lo hace, allí lo esperan veinte tipos que lo llevarán adonde sea que se supone que lo han de llevar, y lo que usted o yo hagamos o digamos no importa.

– Hap -dijo el presidente, respirando deliberadamente-, en algún momento, y muy pronto, nos tendremos que fiar de alguien. El mayor Woods me gusta por muchas razones, y siempre me ha gustado. Lo que le estoy dando son órdenes.

– Sí, señor.

De pronto, la voz del reverendo Beck retronó por los altavoces. Se volvieron para ver al capellán del Congreso en todos los monitores. Hablando por el micrófono inalámbrico, con luces rojas, verdes y ámbares proyectadas en él desde abajo, cruzó el escenario oscurecido en medio de una estela de niebla teatral. Fuera lo que fuese lo que decía, era en un idioma que ninguno de ellos había oído en su vida. Volvió a hablar, como si pronunciara un verso de adoración a alguien o a algo. Los miembros del New World Institute respondían cual coro en el mismo idioma, de la misma manera que lo habían hecho la noche antes las familias del anfiteatro.

Beck volvió a hablar, luego se detuvo y extendió la mano hacia Cristina, todavía iluminada por un foco en el centro del escenario a oscuras. Ella sonrió con orgullo mientras Beck hablaba de nuevo. Un segundo foco lo siguió cuando se volvió de mirar a Cristina y se dirigió a la congregación, trazando círculos con la mano hacia el escenario de la misma manera que lo había hecho en el anfiteatro. Era un gesto que exigía respuesta de la congregación, y ésta la dio, repitiendo en un entusiasmado unísono sus palabras. De pronto, las luces se trasladaron de Beck a Luciana, que con su pelo recogido en un apretado moño y sus ojos maquillados como flechas irradiaba el poder y el miedo de pesadilla de la brujería.

Se colocó detrás de Cristina y con la varita de rubí que llevaba en la mano dibujó un círculo en el aire, encima de la cabeza de la muchacha. Entonces sus ojos enfocaron al público y ella soltó una frase. Todo en ella rezumaba control y seguridad. Volvió a pronunciar la frase, luego se volvió y cruzó el escenario, con las cámaras remotas siguiéndola a través de la niebla.

Ahora se la veía por una docena de monitores, con los ojos clavados en algo que tenía delante. Luego, media docena de cámaras desvelaron lo que era.

Demi. Su cuerpo atado a una cruz de Aldebarán enorme. Sus ojos helados de terror lo decían todo. Era una criatura viviente en el umbral de una muerte espeluznante.

– ¡Dios mío! -exclamó Marten, atónito e incrédulo.

Luciana se detuvo delante de ella y los cánticos de los monjes se reanudaron. Sus voces se elevaron en un crescendo, luego bajaron rápidamente sólo para volverse a elevar. Luciana miró a Demi con una postura magnífica y llena de desdén. Luego los ojos de Demi subieron hasta encontrar los de ella, para devolverle la mirada, desafiante, sin hacer concesiones a la bruja. Luciana sonrió con crueldad y luego se volvió hacia el público.

– ¡Ella nos hubiera traicionado como lo hicieron éstos! -dijo de pronto en inglés, para señalar con un gesto de su varita las cabezas clavadas en las cruces.

En los instantes siguientes soltó tres palabras agudas y claras en el idioma que había hablado antes. De inmediato, unas llamas azules y rojas salieron de unas espitas de gas colocadas en el suelo, debajo de las cabezas. Al hacerlo, un grito se elevó por encima de la multitud.

Los monitores mostraban al público que avanzaba en sus asientos, esforzándose por ver mejor. En pocos segundos las cabezas estuvieron envueltas en las llamas. En medio minuto su piel se empezó a despegar de la carne como carne en una barbacoa.

Al instante, seis monitores reflejaron el rostro de Demi. Gritaba y gritaba. Otros cuatro monitores mostraban a Cristina mirándola alarmada, como si las drogas que le habían administrado antes hubieran dejado de tener efecto y se diera cuenta de lo que realmente sucedía. De pronto abrió los ojos de par en par al ver a dos monjes aparecer a través de la niebla y las tinieblas, que la ataron rápida y fuertemente al trono. Con la misma rapidez, dieron un paso atrás y desaparecieron de su vista. Mientras, otros monitores se concentraban en las cabezas en llamas, y también en Luciana y en Beck. Imágenes que se intercalaban rápidamente con caras de la congregación. Entonces las cámaras se acercaron para tomar primeros planos de los nuevos miembros presentados al instituto.

En un segundo enfocaron a los «queridísimos amigos» del vicepresidente: la congresista Jane Dee Baker; el secretario de Estado David Chaplin; el secretario de DefensaTerrence Langdon; al jefe del Estado mayor, general de las fuerzas aéreas Chester Keaton; al jefe de personal Tom Curran, y al confidente del presidente Evan Byrd.

El presidente tenía razón cuando dijo que eran de otro planeta. Ninguno de ellos era un simple participante en un asesinato ni testigo de una ejecución. Aquello entraba en otro nivel totalmente distinto. Como los romanos en los antiguos espectáculos bárbaros del Coliseo, estaban allí para presenciar un espectáculo macabro que les producía un inmenso e inenarrable placer.

– Esto es sólo el principio -dijo el presidente, mientras la voz se le quebraba ante el horror.

Una situación impensable, empeorada diez mil veces por la conciencia de no poder hacer nada para evitarla.

– Ahora quemarán a las mujeres.

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