Jueves 6 de abril
22

España. Tren nocturno Costa vasca número 00204.

San Sebastián a Madrid, 5.03 h


Victor?

– Sí, Richard.

– ¿Te he despertado?

– No, esperaba tu llamada.

– ¿Dónde estás?

– Hemos salido de la estación de Medina del Campo hace una media hora. La llegada a Madrid está prevista a las 7.35. A la estación de Chamartín.

– Cuando llegues a Chamartín quiero que cojas el metro hasta la estación de Atocha, y desde allí un taxi al hotel Westin Palace en la plaza de las Cortes. Hay una habitación reservada para ti.

– De acuerdo, Richard.

– Una cosa más. Cuando llegues a la estación de Atocha, quiero que la cruces andando con cuidado y mires a tu alrededor. Atocha es donde unas cuantas bombas terroristas colocadas en trenes de cercanías mataron a ciento noventa y una personas e hirieron a cerca de ochocientas. Imagina lo que debió de ser cuando estallaron las bombas y lo que les debió de ocurrir a toda esa gente. Y también a ti si hubieras estado allí. ¿Lo harás, Victor?

– Sí, Richard.

– ¿Tienes alguna pregunta?

– No.

– ¿Necesitas algo?

– No.

– Descansa un poco. Te llamaré más tarde.

Se oyó un clic cuando Richard colgó, y luego el móvil de Victor se quedó mudo. Durante un largo instante no hizo nada, tan sólo escuchar el ruido del tren al pasar por encima de las vías. Finalmente miró por su compartimento de primera clase, con su pequeño lavamanos, las toallas limpias en un colgador encima de él, las sábanas limpias en la litera. Tan sólo había viajado una vez en primera clase, y fue ayer, cuando tomó el tren de alta velocidad, el TGV, de París a Hendaya, en la frontera hispano-francesa. Además, el Westin Palace de Madrid era un hotel de cinco estrellas, como también lo era el hotel Boulevard de Berlín. Parecía como si después de disparar y matar al hombre de Union Station en Washington, lo hubieran empezado a tratar con mucho más respeto que antes.

Sonrió complacido ante esta idea y luego se reclinó en la cama mullida y cerró los ojos. Por primera vez desde que era capaz de recordar se sintió realmente apreciado. Como si, finalmente, su vida tuviera valor y significado.


13.20 h


El presidente John Henry Harris estaba sentado en mangas de camisa, contemplando la isla de Córcega, y luego vio el mar Balear mientras el Air Force One volaba en dirección oeste contra un fuerte viento hacia territorio peninsular español. Más tarde llegarían a Madrid, a tiempo para una cena prevista con el nuevo presidente español y un selecto grupo de dirigentes empresariales locales.

Aquella mañana había desayunado con el primer ministro Aldo Visconti, y luego se dirigió al parlamento italiano. En la magnífica cena en el Palazzo del Quirinale de la noche anterior con el presidente Mario Campi reinaron la calidez y la buena voluntad, y los dos dirigentes desarrollaron un estrecho vínculo casi de inmediato. Al final de la velada, el presidente Harris invitó al presidente italiano a visitarle en su rancho de la zona vinícola de California y Campi aceptó con entusiasmo. Que la relación hubiera sido tan entrañable era bueno desde el punto de vista político, porque incluso si el pueblo italiano desconfiaba de las estrategias americanas en Oriente Próximo, Campi se había esforzado muchísimo en mostrarle al presidente que tenía en él a un aliado fuerte y de confianza en Europa. Aquella mañana, el primer ministro Visconti le había garantizado a Harris lo mismo. El apoyo de ambos mandatarios era un logro importantísimo en su gira, todavía más después de sus dolorosas experiencias de París y Berlín, y se sentía muy agradecido. Sin embargo, eran París y Berlín, o más bien los dirigentes políticos de Francia y Alemania, los que seguían en su cabeza. Había descartado la idea de comentar el problema Jake Lowe-James Marshall con el secretario de Estado Chaplin o el de Defensa, Langdon, porque sabía que si lo hacía se convertiría en una causa primordial de preocupación, y la atención que atraería el asunto desviaría las energías de su misión principal.

Además, aun con todo lo alarmante e inquietante que había resultado, seguía siendo tan sólo una conversación y ninguno de los dos hombres tenía a su alcance llevar más lejos el plan. Anteriormente, aquella misma mañana, Lowe había volado a Madrid para reunirse con miembros del personal y del equipo de avanzadilla del Servicio Secreto en el hotel Ritz, donde iba a alojarse. Marshall había permanecido detrás, en Roma, para pasar el resto del día en una reunión con su homólogo italiano.

Harris se reclinó, acarició su vaso de zumo de naranja y se preguntó qué se le había escapado de Lowe y Marshall para que pudieran estar hablando en serio de cosas que él habría considerado ajenas a su naturaleza. Luego se acordó de cuando Jake Lowe recibió una llamada, a bordo de la comitiva que los llevaba por Berlín, y luego le dijo que habían matado a Lorraine Stephenson, la médico de Caroline Parsons. Recordó haber reflexionado en voz alta sobre las muertes de Mike Parsons, de su hijo y luego de Caroline, las tres completadas con la muerte de la doctora Stephenson. Recordaba haberse dirigido a Jake Lowe y decirle algo como:

– Han muerto todos en un período muy breve de tiempo, ¿qué está ocurriendo?

– Es una trágica coincidencia, señor presidente -le respondió Lowe.

– ¿Lo es?

– ¿Qué otra cosa puede ser?

Tal vez Lowe estuviera en lo cierto; tal vez sí fuera una trágica coincidencia. Pero también podía ser que no lo fuera, especialmente al haber un asesinato por medio. Inmediatamente tocó el botón del interfono que había en su reposabrazos.

– Sí, señor presidente -dijo la voz de su jefe de personal.

– Tom, ¿quieres ir a ver a Hap Daniels y pedirle que venga, por favor? Me gustaría hablar con él de la dinámica en Madrid.

– Sí, señor.

A los cinco segundos se abrió la puerta y el director de la agenda del Servicio Secreto, un hombre de cuarenta y tres años, entró.

– ¿Quería verme, señor presidente?

– Entra, Hap -dijo Harris-. Cierra la puerta, por favor.

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