Auschwitz, Polonia, 11:40 h
Rodeado de efectivos de seguridad y seguido todo el rato por una docena de equipos de cámaras, el alto, sombrío y elegante presidente de Polonia, Román Janicki, encabezaba la comitiva de veintiséis mandatarios de países miembros de la OTAN, que avanzaba por los lúgubres pasillos de lo que había sido campo de concentración nazi durante la segunda guerra mundial.
Fuera, bajo un cielo gris, habían cruzado las infames puertas de entrada de Auschwitz bajo su cartel de hierro forjado con el lema Arbeit Macht Frei, «El trabajo os hará libres». Más tarde, Janicki los había llevado por las vías oxidadas y llenas de hierbajos a las que los trenes llegaban para depositar los entre un millón y medio y cuatro millones de judíos que fueron exterminados aquí y en campos cercanos, los más conocidos, Auschwitz II y Birkenau. Al cabo de unos momentos anduvieron en silencio por las silenciosas cámaras de gas y el crematorio, con sus hornos y sus carros de hierro para transportar los cadáveres. Y por los restos de los barracones de madera que albergaban a los prisioneros custodiados por los horribles guardias nazis, la temida Schutzstaffel, las SS.
Con el peluquín puesto, sin las gafas de camuflaje, vestido con traje azul marino y acompañado de Hap Daniels; totalmente reconocible como el presidente de Estados Unidos, John Henry Harris caminaba codo a codo con la canciller alemana Anna Bohlen y con el presidente francés Jacques Geroux, con la mente en el discurso que pronunciaría desde la plataforma construida a toda prisa frente a los restos de las hileras de barracones de prisioneros.
22.50 h
Un taxi avanzó más allá de una zona vallada en la que había un mar de camiones equipados con antenas parabólicas y se dirigió hasta la puerta de acceso a la prensa. La puerta del taxi se abrió, de él salió un hombre de mediana edad con traje y corbata y el taxi se marchó.
De inmediato, el hombre se dirigió a una puerta fuertemente custodiada, donde una decena de comandos del ejército polaco, armados hasta los dientes, aguardaban junto a los miembros de los servicios secretos polaco y estadounidense.
– Victor Young, Associated Press. Mi nombre está en la lista -dijo Victor tranquilamente, mientras mostraba una tarjeta de identificación de la AP y su pasaporte de Estados Unidos.
Un agente especial del USSS examinó ambos documentos y se los entregó a una mujer uniformada que estaba dentro de una cabina de cristal antibalas. Ella los tomó, comprobó el nombre en una lista que tenía, luego apretó un botón y le hizo una foto.
– Correcto -dijo, mientras asentía con la cabeza y devolvía los documentos con un distintivo de seguridad para miembros de la prensa que Victor se colgó del cuello.
– Ponga las manos sobre la cabeza, por favor -le dijo otro agente especial, a lo que Victor obedeció. Lo cacheó para comprobar que no iba armado y luego lo dejó pasar-. Adelante, señor.
– Gracias -dijo Victor y luego entró tranquilamente.
De alguna manera, se sorprendió a sí mismo. Por lo terriblemente nervioso y alterado que estaba cuando esperaba la llamada de Richard y lo tranquilo y sereno que se sentía cuando estaba cara a cara con el enemigo. Por supuesto, ellos lo sabían. Junto a su excelente puntería, era el motivo por el cual lo habían reclutado y seguían contando con él.
22.52 h
Nicholas Marten se mantenía distanciado mientras esperaba a que llegara la una, la hora prevista para el discurso del presidente. Había representantes de la prensa por todas partes. Igual de impresionante era la cantidad de invitados que peleaban con los dispositivos de seguridad para hacerse con un espacio frente al largo estrado en forma de plataforma en el que iban a sentarse los líderes mundiales para oír hablar al presidente.
Su discurso, como había informado Dick Greene, el secretario de prensa de la Casa Blanca, ofrecería, entre otras cosas, información sobre el cambio de última hora del lugar de la cumbre de Varsovia a Auschwitz y una explicación de la «amenaza terrorista» que lo había forzado a abandonar su hotel de Madrid, por indicación del Servicio Secreto y en medio de la noche, para llevarlo a un «paradero no revelado» en el que había estado hasta primera hora del día de hoy.
El hecho de que su discurso estuviera a punto de ser retransmitido en directo para todo el mundo por las principales cadenas de noticias, además de la promesa de desvelar la verdad de los últimos días por parte del propio presidente, a la vez intrigaba y asustaba y ponía a un mundo ya muy ansioso al borde del ataque de nervios. Además, había otra cosa que convertía aquel momento en algo más apremiante y cautivador. A primera hora de aquella mañana, el presidente había convocado una «sesión especial del Congreso» que se reuniría a las 7 de la mañana, hora de Washington, durante la cual una retransmisión en vivo de su discurso desde Auschwitz se podría ver en una pantalla gigante. Lo especial de la sesión, la hora tan temprana y el hecho de que lo que el presidente tenía que decir no pudiera esperar hasta su regreso a Washington añadía un nivel más de urgencia a todo el asunto.
21.55 h
Marten, al igual que el presidente, iba vestido con traje azul marino y corbata oscura, improvisado, pero que le sentaba bastante bien. Como al resto de los asistentes, le habían proporcionado una insignia de seguridad que llevaba colgada del cuello. Para proteger su imagen del público y del asalto accidental por las hordas de cámaras de la prensa, le habían hecho un corte de pelo típico de los agentes del Servicio Secreto y le habían proporcionado unas gafas de sol del mismo cuerpo, lo cual le daba la apariencia, si no la autoridad, de un agente especial del USSS.
Marten cruzó hacia el podio y observó cómo colocaban los últimos elementos. Podía sentir la intensidad crecer a su alrededor a medida que el reloj se iba acercando a la hora y la gente esperaba a que el presidente y el resto de mandatarios de la OTAN llegaran y ocuparan la tribuna. Se paró cerca del fondo de las aproximadamente veinte hileras de sillas plegables colocadas frente al podio para observar a los equipos de prensa inspeccionando sus cámaras y haciendo pruebas de sonido con los micros del podio. A unos cien metros podía ver la entrada de prensa y la zona de más allá, donde estaban aparcados todos los camiones satélite. Aquí y allá había equipos de seguridad polacos que patrullaban con perros.
Marten se protegió los ojos del brillo blanco del cielo encapotado y miró hacia arriba. En las cercanías había varios edificios viejos de dos plantas. En la azotea de cada uno había un par de equipos de dos hombres preparados para disparar. Polacos, o tal vez del Servicio Secreto estadounidense, o quizá de la OTAN, no era capaz de decirlo. El dispositivo de seguridad por todos lados era inmenso.
Dio media vuelta y siguió andando. De pronto, una idea inquietante le cruzó por la cabeza. Por lo que podía ver, la tribuna estaba montada en tres niveles: el primero era el podio desde el que el presidente de Polonia presentaría al presidente Harris; el segundo, un nivel por encima inmediatamente detrás de éste donde estarían el presidente Harris, la canciller alemana y el presidente francés, y luego un tercer nivel, donde el resto de representantes de la OTAN permanecerían frente al mar de banderas de los veintiséis estados.
Todo correcto, excepto una cosa. Habría un breve lapso de tiempo en el que el presidente de Polonia estaría haciendo su discurso de bienvenida y luego presentaría al presidente Harris; en esos momentos Harris, la canciller alemana y el presidente francés estarían de pie y hombro con hombro, perfectamente alineados, detrás de él. Esta hilera perfecta era lo que le inquietaba, porque se acordaba del doble asesinato de los dos jinetes que murieron por un solo disparo en la pista de entrenamiento de Chantilly, a las afueras de París, unos días antes.
El presidente le había dicho que la Conspiración había planeado asesinar a la canciller de Alemania y al presidente de Francia en la cumbre de la OTAN. Y lo más espeluznante, recordaba las duras palabras del presidente después de la muerte de Foxx: «Su plan no está muerto, ni tampoco el de ellos».
El presidente había sobrevivido a todo aquello para llegar a este escenario hoy. También lo sabía todo. Dejando de lado las fuertes medidas de seguridad, si un buen tirador era capaz de ocultarse en los bosques y matar a dos jinetes sobre caballos en movimiento desde cien metros de distancia de un solo disparo, ¿por qué no podía hacer lo mismo aquí? Sólo que en vez de llevarse por delante a dos personas, aquí se llevaba a tres, en especial si estaban hombro con hombro en una sola hilera durante los dos o tres minutos que le llevaría al presidente de Polonia hacer su presentación.
Marten miró rápidamente a su alrededor. Estaban rodeados de edificios viejos y de árboles. Y detrás de los árboles, más árboles, como el bosque que rodeaba la pista de Chantilly. De pronto recordó que el arma utilizada era un M14, el mismo tipo de rifle que utilizaron para matar al hombre de Union Station en Washington. Y las dos veces, el arma había quedado en el lugar del crimen. El M14 no era sólo un arma muy potente y de una precisión extrema desde hasta cuatrocientos metros de distancia, sino que probablemente era una de las armas más fáciles de conseguir en el mundo. Marten miró su reloj. Eran las 11.54.
– Dios santo -suspiró. ¡Tenía que encontrar a Hap y pronto!