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12.10 h


Miguel Balius aparcó la limusina tras una hilera de árboles, entre la pequeña parada del Montserrat Aeri y la pequeña terminal del cremallera donde los vagones verdes y amarillos iniciaban el trayecto que llevaba directamente hasta una estación superior, seiscientos metros más arriba. Luego, a petición de Marten, dejó su bolsa de viaje, su ordenador portátil, su grabadora y sus efectos personales encerrados en el maletero, y acompañó a sus «primos» -el presidente Harris volvía a ir sin su peluquín y con las gafas y el sombrero de ala ancha que le había dejado Demi la noche anterior- hasta el sendero que llevaba a la estación de abajo. Allí, a la sombra de un árbol grande, se paró y los observó descender, dirigiéndose por separado hacia la terminal como si no se conocieran de nada y acabaran de salir de la estación de tren.


Marten compró el billete: ida y vuelta, del pie de la montaña hasta la cima y la posterior vuelta. Al cabo de unos instantes el presidente hizo lo mismo y luego siguió a Marten hasta el andén para esperar junto a un puñado de turistas a que bajara el tren. Luego entraron los que estaban esperando, un operario de uniforme cerró las puertas y el vagón verde y amarillo inició su ascensión. Durante todo este tiempo no se intercambiaron ni una palabra, ni siquiera una mirada. No había sido necesario, ya sabían lo que venía a continuación; lo habían acordado en el molino en ruinas junto al riachuelo en los minutos posteriores al «bautizo familiar» de Miguel.


– El restaurante se llama Abat Cisneros y forma parte del hotel del mismo nombre. La puerta de servicio que da al exterior está al fondo de un pasillo e inmediatamente después de los lavabos. Una vez pasado ese pasillo hay un sendero, directamente fuera -dijo Miguel con claridad, y luego cogió un guijarro afilado para dibujar un esquema del complejo monástico en el suelo de tierra, indicándoles con cuidado los detalles de lo que les estaba explicando-. Por aquí se llega a la zona por donde entran las mercancías; por el otro lado se sube, rodeando una curva cerrada que queda oculta tras los árboles. Unos treinta metros más arriba hay los restos de la capilla de la que les hablaba. -Marcó una cruz en el suelo para señalar las ruinas-. Está llena de maleza y no resulta fácil verla desde el sendero, pero está allí, y si consigue meter dentro a Foxx, le servirá.

– Bien -dijo Marten, y luego miró al presidente-. Suponiendo que Demi nos haya dicho la verdad, ella, Beck y Luciana deberían estar en el monasterio cuando lleguemos. Es de esperar que su primer paso sea intentar encontrarme y llevarme hasta Foxx, siempre y cuando Demi no les haya dicho nada de usted. Si lo hubiera hecho, también le estarían buscando, y eso lo cambiaría todo.

– No cambia nada -dijo el presidente Harris, convencido-. Si Foxx está allí, hemos de descubrir lo que sabe. Si ha alertado a mis «amigos», tendremos que ocuparnos del problema cuando surja. No tenemos más alternativa.

– Está bien -dijo Marten, aceptando la tenacidad del presidente-, pero, al menos, podemos ponerles las cosas un poco más difíciles. Vamos hasta el cremallera por separado; compramos los billetes por separado. Por lo que dice Miguel, el vagón es pequeño y la gente va un poco apretujada. Si por la razón que sea alguien le reconoce, yo seguiría siendo libre para llegar hasta Foxx, mientras usted recurre a sus… -Marten esbozó una media sonrisa- «artimañas de político» para salir de la situación. Si nada ocurre y llegamos a la estación de arriba, seguimos actuando por separado. -Ahora miró a Miguel-. Una vez en el monasterio, ¿cuál sería el lugar más lógico para que alguien me encontrara?

– La plaza de delante de la basílica.

– De acuerdo. -Marten volvió a mirar al presidente-. Probablemente será Beck el encargado. Si Demi les ha hablado de usted y nos busca a los dos, se llevará una decepción y dudará de si ella le ha dicho la verdad, o sencillamente, si usted ha decidido no venir. En cualquier caso, se enfrentará solamente a mí.

»Puede que mencione a Demi, puede que no, pero romperá el hielo con conversación trivial, luego hablará de Foxx, dirá que está allí y propondrá que nos encontremos para hablar de los desacuerdos surgidos en nuestro encuentro en Malta. Qué querrá decir con esto exactamente, no lo sabemos, pero lo que sí es seguro es que ellos intentarán llevar la batuta, cosa que no queremos. Mi respuesta será que si el bueno del doctor quiere hablar conmigo, tendrá que ser en un lugar público. Propondré el restaurante. Para almorzar, tomar algo, lo que sea. Mientras tanto…

– Yo habré ido directamente allí, habré comprobado dónde están el baño de caballeros y la puerta de salida que Miguel nos ha descrito -ahora era el turno del presidente. Llevaban juntos menos de un día y ya eran capaces de completar los pensamientos y las frases del otro-. Con suerte habré localizado el sendero y la capilla en ruinas, luego bajaré y me sentaré en una mesa cerca de la puerta y, siempre con la cabeza gacha y una bebida en las manos, estaré leyendo un periódico o una guía turística cuando usted entre con el doctor Foxx.

– También habrá pedido los ingredientes adecuados del menú.

– Por supuesto.

– Es usted un buen alumno, primo -dijo Marten, y luego miró a Miguel-. Una vez hayamos terminado con Foxx, tendremos que salir de allí corriendo, antes de que lo encuentren. El cremallera es demasiado lento y cerrado y, además, puede que tengamos que esperar a que llegue. Lo que necesitamos es que usted nos esté esperando en el monasterio y nos saque de allí. El problema es la limusina. En algún momento, si no lo han hecho ya, la policía dispondrá de su descripción. Ahora mismo está bastante bien escondida, pero sacarla otra vez a la vista y subir la larga carretera hasta el monasterio es demasiado arriesgado.

– Conseguiré otro vehículo, primo Harold.

– ¿Cómo?

Miguel sonrió:

– Como les he dicho, he estado en el monasterio muchas veces. Tengo amigos que trabajan allí, también tengo familiares que viven cerca. Sea como sea, les estaré esperando con algún otro coche. -Ahora se volvió a agachar y con la piedra de antes señaló un punto de su esquema-: Por aquí es por donde ustedes saldrán -dijo, marcando el lugar con una cruz-, y aquí es donde estaré yo -marcó una segunda cruz, y luego levantó la vista-. ¿Alguna pregunta?

– No. Gracias, primo -dijo el presidente, con sinceridad.

– No hay de qué, señor -respondió él.

En aquel momento, una ancha y magnífica sonrisa se dibujó en el rostro de Miguel, como un brillante rayo de sol. Era consciente de que acababa de entrar a formar parte para toda la vida del exclusivo y muy reducido «club de los primos».

Marten miró a través del vagón mientras éste se encaramaba rápidamente hasta la estación superior. Con el sombrero de Demi inclinado hacia un lado, el presidente Harris estaba solo al otro lado del vagón, mirando por la ventana, como un turista un poco excéntrico de los que suben cada día, y con media docena de turistas más que, como él, tenían los rostros pegados a la ventana, contemplando cómo la estación de abajo se convertía rápidamente en poco más que un punto lejano.

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