Al cabo de treinta minutos, con la cabeza gacha para protegerse del mundo, apenas consciente de en qué dirección andaba, Nicholas Marten recorría las calles casi desiertas de la ciudad un domingo por la noche.
Trataba de no pensar en Caroline. Trataba de no reconocer el dolor que le decía que ya no existía. Trataba de no pensar que hacía sólo un poco más de tres semanas que ella había perdido a su marido y a su hijo. Trató de alejar de su mente la idea de que tal vez le hubieran administrado intencionadamente algo que le provocó la fatal infección.
«Me han hecho algo.» Su voz le retumbó de pronto en la cabeza como si acabara de oírla. Resonaba con la misma fuerza y vulnerabilidad y rabia que lo había hecho cuando lo llamó a Inglaterra.
«Me han hecho algo.» Las palabras de Caroline surgieron de nuevo, intentando alcanzarle todavía, tratando de persuadirle sin ninguna duda de que no se había puesto simplemente enferma, sino que la habían asesinado.
Lo que era aquel «algo», o al menos lo que ella creía que era, y cómo había empezado, se lo contó durante el primero de los dos únicos momentos lúcidos que había tenido desde su llegada.
Ocurrió durante el doble funeral de su marido, Mike Parsons, un respetado miembro del Congreso originario de California, de cuarenta y dos años, que estaba en su segunda legislatura, y de su hijo, Charlie. Convencida de contar con la suficiente fortaleza para aguantar hasta el final, había invitado a numerosos amigos a su casa para que la acompañaran a celebrar las vidas de sus dos seres más queridos. Pero la conmoción del momento, unida a la casi insoportable presión que significaba el funeral y a la aglomeración de gentes bienintencionadas, acabaron por superarla y la llevaron a hundirse. Se retiró en medio de un mar de lágrimas y al borde de la histeria y se encerró en su habitación, mientras le gritaba a la gente que se marchara y se negaba siquiera a abrir la puerta.
El capellán del Congreso y pastor de su iglesia, el reverendo Rufus Beck, se contaba entre los dolientes y se encargó de que avisaran de inmediato a la médico personal de Caroline, la doctora Lorraine Stephenson. Ésta acudió rápidamente y, con la ayuda del pastor, convenció a Caroline de que abriera la puerta de la habitación. A los pocos minutos le había inyectado, como explicó más tarde Caroline, «algún tipo de sedante». Cuando se despertó, se encontraba en una habitación de una clínica privada, en la que Stephenson le había recetado varios días de descanso y donde, según sus propias palabras, «nunca volví a sentirme como antes».
Marten dobló por una calle oscura y luego por otra, reviviendo mentalmente las horas que había compartido con ella en el hospital. Con la excepción del otro momento en el que ella se despertó y le habló, Caroline estuvo todo el tiempo dormida, y él se quedó a su lado velándole el sueño. Durante aquellas largas horas, el personal sanitario que controlaba su estado había entrado y salido, y hubo breves visitas de amigos durante las cuales Marten se limitó a presentarse y a salir de la habitación en silencio.
Hubo también otros dos visitantes, las personas que se implicaron de inmediato cuando Caroline se vino abajo en su casa. La primera fue la visita a primera hora de la mañana de la mujer que le había administrado el «sedante» y le había recetado la estancia en la clínica: su médico personal, la doctora Lorraine Stephenson, una mujer alta y guapa de cincuenta y pico años. Stephenson bromeó brevemente con él, luego consultó el cuadro clínico de Caroline, le auscultó el corazón y los pulmones con el estetoscopio y se marchó.
El segundo visitante fue el capellán del Congreso, Rufus Beck, que acudió más avanzado el día. Beck, un afroamericano corpulento, discreto y de discurso delicado, acudió acompañado de una joven y atractiva mujer de raza blanca y pelo oscuro que llevaba la bolsa de una cámara fotográfica colgada de un hombro y que se mantuvo casi todo el rato en segundo plano. Al igual que Stephenson, el reverendo Beck se presentó a Marten e intercambiaron unas breves palabras. Luego se sumió unos momentos en sus plegarias mientras Caroline dormía, antes de despedirse de Marten y marcharse de nuevo con la joven.
Empezó a lloviznar y Marten se detuvo a subirse el cuello de la cazadora para protegerse. A lo lejos pudo ver la aguja erguida del monumento a Washington. Fue la primera vez que tuvo una sensación concreta de dónde se encontraba. Washington no era sólo el interior de una habitación de la unidad de cuidados intensivos de un hospital, sino una gran metrópolis que resultaba además ser la capital de Estados Unidos de América. No había estado allí hasta ese momento, a pesar de que antes de huir a Inglaterra había pasado toda su vida en California y pudo haberla visitado. Por alguna razón, el simple hecho de estar allí le hacía sentir una profunda sensación de pertenencia, al país de uno, a la tierra natal. Era una emoción que nunca antes había experimentado y le llevó a preguntarse si algún día llegaría el momento en el que podría regresar de la vida de exiliado que vivía en Manchester.
Marten siguió andando. Mientras lo hacía, advirtió que un coche avanzaba lentamente hacia él. El hecho de que las calles estuvieran prácticamente desiertas hacía que el ritmo del vehículo pareciera extraño. Era casi la madrugada de un domingo y llovía, ¿no era más lógico que el conductor de uno de los pocos vehículos que circulaban estuviera ansioso por llegar a su destino? El coche pasó por su lado y él lo miró. El conductor era varón y difícil de describir; mediana edad y pelo oscuro. El auto avanzó y Marten observó cómo seguía calle abajo, sin cambiar de velocidad. Tal vez el tipo estuviera borracho o drogado o -de pronto, la reflexión se volvió personal-, tal vez fuera alguien que acababa de perder a un ser muy querido y no tuviera ni idea de dónde estaba o de qué estaba haciendo, aparte de simplemente avanzar.