22.35
Demi aguardó a solas en la penumbra y el silencio; la puerta por la que habían entrado estaba cerrada; la del fondo por la que habían salido Luciana y el reverendo, también cerrada. Si habían ido a buscar al doctor Foxx o a hacer algo totalmente distinto, lo ignoraba.
De nuevo miró a su alrededor, por la estancia a oscuras. El techo alto y abovedado, las butacas de madera contra la pared, la gran mesa de despacho, las paredes de piedra, el suelo de piedra desgastada… había mucha historia. La mayor parte, antigua.
Toda ella cristiana. Se preguntó si su madre habría estado aquí, tantos años atrás; si alguna vez habría permanecido en esta sala en la que ella estaba ahora. En esta estancia, en esta oscuridad.
Esperando.
¿A qué?
¿A quién?
22.40 h
De nuevo volvió a oír la advertencia de su padre. Y algo más, el recuerdo de una persona que había luchado mucho tiempo por mantener alejada de su cabeza: un académico octogenario, calvo y sin brazos, al que conoció seis años atrás, al principio de su carrera profesional, cuando trabajaba para Associated Press en Roma.
Un reportaje fotográfico la llevó hasta Umbría y la Toscana. En un día libre que pasó en Florencia tuvo oportunidad de recorrer librerías de viejo, algo que siempre hacía cuando viajaba por Italia, en busca de material sobre brujería italiana, en especial de cualquier cosa relativa a un boschetto o aquelarre, pasado o presente, que hubiera adoptado como signo la cruz de Aldebarán. Era una búsqueda que hasta la fecha no había producido ningún fruto. Pero entonces, en una librería diminuta cerca del Ponte Vecchio, encontró un breve y andrajoso libro, de más de cincuenta años, que hablaba de la brujería florentina. Lo hojeó y se detuvo abruptamente en el capítulo cuarto: la página amarillenta en la que figuraba el título la dejó prácticamente sin respiración. El capítulo se titulaba «Aradia», y debajo de la palabra impresa había una ilustración inconfundible: la cruz de bolas de Aldebarán. Con el corazón acelerado, compró el libro de inmediato y se lo llevó a la habitación de su hotel. El capítulo, al igual que el resto del libro, era breve, pero al leerlo se enteró de la existencia de un antiguo y muy secreto boschetto de brujas italianas, las streghe de las que le había hablado a Nicholas Marten. Llamadas Aradia en honor a una sabia del siglo XIV que resucitó la vecchia religione, la religión antigua, el boschetto resucitó una serie de tradiciones antiguas -un cuerpo no escrito de leyes, ritos y doctrinas- y las llevó a la práctica en el norte y el centro de Italia durante los siglos XV y XVI. Aquí acababa el capítulo. El significado de la cruz de Aldebarán no se mencionaba, ni tampoco volvía a aparecer la palabra Aradia en ningún otro lugar del libro.
Desesperada por saber más, Demi visitó librerías, museos, sociedades ocultas y a expertos de las ciudades toscanas de Siena y Arezzo. De allí se marchó a Bolonia y luego a Milán y, finalmente, de vuelta a Roma. En total, lo único que encontró fue una nota breve en la que se decía que, en 1866, un escritor e historiador norteamericano que viajaba por Italia descubrió que en algún lugar de la Toscana existía un manuscrito en el que figuraba el nombre de Aradia y que describía «los antiguos secretos de la brujería italiana». Pasó meses buscándolo pero no logró hallarlo. Sí encontró, sin embargo, a una bruja italiana llamada Rafaella, que supuestamente lo había visto y que le contó lo que contenía. Su conclusión era que los secretos de Aradia, o al menos, la interpretación que Rafaella había hecho de ellos, eran poco más que un compendio de brujería, herejía medieval y radicalismo político.
Después de eso, Demi no encontró nada más. Hasta entre los académicos más comprometidos parecía haber desaparecido cualquier estela de conocimiento del aquelarre de Aradia que utilizaba la cruz de Aldebarán. Las búsquedas por Internet no dieron tampoco ningún resultado. Las indagaciones por museos y las entrevistas por teléfono con brujas en activo o historiadores de la brujería de todo el mundo tuvieron el mismo final.
Y entonces, al cabo de casi un año y cuando ya estaba trabajando para France Press, se enteró de la existencia de un erudito de vida recluida llamado Giacomo Gela. Éste, un octogenario calvo y demacrado, antiguo soldado que había perdido los dos brazos en la segunda guerra mundial, vivía en una pequeña habitación en un pueblo cerca de Pisa, y había hecho del estudio de la brujería italiana la razón de su vida. Cuando se puso en contacto con él percibió la pausa de su voz en el momento en que ella le habló de Aradia. Cuando le preguntó si podía visitarlo y le dijo la razón que había detrás de su petición, él aceptó recibirla de inmediato.
En Gela descubrió a un hombre de inmenso intelecto que no sólo sabía mucho de la enigmática Aradia, sino también sobre una orden aún más secreta que se escondía detrás de la misma llamada Aradia Minor. Se la conocía gráficamente como la letra A seguida de la M escritas en una combinación de los alfabetos hebreo y griego,, lo cual le daba una apariencia de símbolo vago e inocuo que no llamaría la atención de casi nadie. El verdadero origen de Aradia Minor seguía siendo un misterio hasta para Gela. Lo que sí sabía era que durante los últimos años del siglo XVI había tenido su base en la isla italiana de Ischia, en la bahía de Nápoles: el lugar de nacimiento y residencia actual de Luciana, cosa que Demi descubriría más tarde. A principios del siglo XVII, y probablemente en aras de su protección, Aradia Minor se descentralizó, volvió a trasladarse a la península y sus boschetti se esparcieron por muchas zonas rurales, principalmente por el área entre Roma y Florencia.
Las precauciones que se tomaban en Aradia Minor no eran en vano, puesto que entre sus tradiciones había rituales anuales en los que se celebraban ceremonias antiguas y a menudo brutales -promesas de sangre, sacrificios de criaturas vivas y torturas a seres humanos- y se ejecutaban ante varios cientos de miembros de una poderosa orden llamada los Desconocidos. El objetivo de estas ceremonias o la determinación de quiénes eran este grupo de Desconocidos seguía siendo un misterio. Lo que sí se sabía era que la celebración de estos rituales empezó a finales de la década de 1530, que se celebraban en diversos templos secretos de toda Europa y que tenían lugar anualmente y durante años -un período concreto del siglo- para luego detenerse de manera repentina e inexplicable, a veces durante décadas, antes de volver a reiniciarse.
Presa del pavor, Giacomo Gela creía que el momento presente era uno de los períodos activos de Aradia Minor, que su símbolo distintivo era la cruz de Aldebarán y que sus singulares tradiciones se seguían practicando. Dónde tenía su base, o el porqué de su existencia, o por qué razón se practicaba, seguían siendo cuestiones tan poco claras ahora como en el pasado; sin embargo, estaba seguro de que tenía que haber una fuerte lógica detrás de todo ello, una lógica muy concentrada y que precisaba no sólo de un fuerte secretismo, sino de una aportación de fondos considerable porque había demasiada gente involucrada y el ceremonial era demasiado regular, demasiado protegido y demasiado extremo como para que el gasto no fuera sustancioso.
Fue llegado a este punto cuando Gela apretó los ojos y su voz se hizo más estridente para advertirle: «No lleves nada de lo que has aprendido aquí más allá de las paredes de esta estancia».
El precio no sólo era el de Aradia Minor, le dijo; la historia estaba plagada de los cadáveres de aquellos que habían intentado saber más. Para asegurarse de que lo había entendido del todo, le desveló un secreto que poca gente viva conocía: aunque era cierto que había perdido los dos brazos durante la segunda guerra mundial, la carnicería no se la habían hecho en el fragor de la batalla, sino que le ocurrió cuando, inadvertidamente, se tropezó con una de las ceremonias de Aradia Minor en un bosque alpino, en las profundidades de los Dolomitas italianos, donde patrullaba. El hecho de que estuviera vivo se debía a que los que le cortaron los brazos no quisieron acabar con él.
– Matarme les hubiera resultado fácil, pero en vez de hacerlo me envolvieron las heridas, me sacaron del bosque y me dejaron junto a la carretera. El motivo, ahora lo sé, era dejar una horripilante advertencia viviente, un aviso para cualquier otro ser que pudiera intentar descubrir loque había pasado y tratara de desvelar los secretos de Aradia Minor.
Sus ojos se clavaron abruptamente en los de Demi y, de pronto, su voz se empapó de furia:
– ¡Cuántas horas y cuántos días de cuántos años he blasfemado ante Dios, maldiciéndolo, deseando que hubieran acabado conmigo! Mi vida así, y durante tanto tiempo como yo he vivido, ha sido mucho más cruel que la propia muerte.
La manera en que Gela habló, el sonido de su voz, la furia que había en sus ojos, la manera en que estaba allí sentado, sin brazos y cruzado de piernas en aquella pequeña habitación, era horripilante. En combinación con la carta de su padre, aquella escena podía haber sido suficiente para que Demi abandonara su aventura en aquel punto. Pero no lo hizo. Al contrario, la relegó voluntariamente al fondo de su memoria y la encerró allí.
Hasta ahora. Esperando en ese lugar, a solas, en esa estancia, en ese rincón del monasterio, de pronto liberó su recuerdo. Vio su rostro delante de ella. Volvió a escuchar su aguda advertencia: «No lleves nada de lo que has aprendido aquí más allá de las paredes de esta estancia».
Un ruido cerca del fondo de la sala hizo que el recuerdo se desvaneciera y Demi levantó la vista. Se acababa de abrir la puerta y el reverendo Beck y Luciana se dirigían hacia ella. Una tercera persona a la que no podía ver con claridad los acompañaba. Luego, cuando se acercaron, la identificó.
– Bienvenida, Demi. Estoy contento de que hayas podido venir -le dijo, con voz cálida.
Su rostro, su melena blanca, sus manos con los dedos extraordinariamente largos, resultaban inconfundibles.
Merriman Foxx.