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Madrid, 22.40 h


Las luces del Madrid nocturno desfilaban ante sus ojos. El palacio de La Moncloa, la residencia del presidente español, la cena allí con el recién electo mandatario y los veinte industriales españoles más importantes a los que había invitado, todo eso era ya misión cumplida.

Sólo cuatro personas iban en la limusina presidencial: el agente del Servicio Secreto que conducía, un segundo agente que viajaba armado a su lado, y los dos pasajeros de atrás, el presidente John Henry Harris y su agente especial al mando del Servicio Secreto, Hap Daniels. El sistema de comunicación interno estaba apagado. Fuera lo que fuese lo que el presidente y Daniels hablaran era totalmente privado.

La propia comitiva había sido reducida a la limusina presidencial, dos furgones negros del Servicio Secreto y el Hummer negro de comunicaciones que los seguía. Esta vez no llevaban ni ambulancia, ni minibús de personal, ni minibús de prensa… tan sólo una sencilla comitiva presidencial que se dirigía a una residencia privada en el privilegiado barrio de La Moraleja, para tomar una copa con un viejo amigo, Evan Byrd. Byrd era un antiguo corresponsal de noticias y secretario de prensa del difunto presidente Charles Cabot. Durante un tiempo había sido el secretario de prensa del presidente Harris, antes de retirarse a esta zona residencial madrileña. Después volverían al hotel Ritz, donde el séquito presidencial había ocupado toda la cuarta planta y el presidente deseaba pasar una noche tranquila.

– El avión que llevaba al representante Parsons y a su hijo -Hap Daniels leía de unas notas escritas en una libreta en espiral. No llevaba ninguna Blackberry, no había ninguna posibilidad de que la información que había recibido pudiera haber sido monitorizada de manera electrónica, sólo escrita a mano en una libreta corriente. Lo que había sabido le llegó a través del STU, un teléfono de línea protegida del que gozaba como parte de su propio equipo de comunicaciones- cayó debido a un fallo humano del piloto, al menos según los investigadores del Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte. No se ha encontrado ningún fallo mecánico en el aparato.

– La versión oficial ya la conocemos, Hap -dijo Harris-, ¿es eso todo lo que has sido capaz de averiguar?

– En cuanto al accidente, sí. Lo que nadie parece saber, o al menos haber comentado, es que la señora Parsons tenía que haber ido en el mismo vuelo. Sus planes cambiaron en el último minuto y ella volvió a Washington en un vuelo comercial. Fue una coincidencia. Desde luego que no ha habido ninguna teoría de la conspiración detrás del accidente.

Ningún motivo que haga sospechar juego sucio. Simplemente una de esas cosas que pasan.

– Una de esas cosas que pasan.

– Sí, señor.

El presidente Harris asintió con un gesto vago de la cabeza, tratando de dilucidar el significado que pudiera haber o no en el cambio de planes de Caroline, y luego prosiguió rápidamente:

– ¿Y el hombre de la habitación de Caroline, al que Caroline concedió acceso legal a todos los documentos privados de ella y de Mike?

– Lo único que tenemos es lo que ya sabíamos: se llama Nicholas Marten, es un expatriado americano que vive en Manchester, Inglaterra, y que trabaja como arquitecto paisajista. Parece que conocía a la familia Parsons desde hace mucho tiempo; al menos, eso es lo que le dijo a la policía de Washington. Ellos tienen la sensación de que él y Caroline habían tenido algún tipo de relación, aunque él dijo que eran sólo viejos amigos. No hay ninguna prueba. Pero tampoco parece que la estuviera chantajeando.

– ¿Por qué lo interrogó la policía?

– Había estado haciendo unas llamadas insistentes a la consulta de la doctora de Caroline Parsons después de la muerte de ésta. Quería preguntarle sobre la enfermedad de la señora Parsons, pero ella no quiso hablar con él, alegando que se trataba de información privilegiada entre médico y paciente. Pensaron que podía estar involucrado en su asesinato. Pero no tenían nada concluyente, de modo que lo metieron en un avión de vuelta a Inglaterra y, básicamente, le dijeron que se quedara allí.

– ¿El asesinato de la médico de Caroline Parsons? ¿Qué hay de esto?

– Es un asunto muy feo, señor. Fue decapitada.

– ¿Decapitada?

– Sí, señor. La cabeza todavía no ha sido encontrada, y la policía ha llevado la investigación con mucha discreción. El FBI tiene a su propia gente trabajando en el asunto.

– ¿Cuándo pensaban informar a la Casa Blanca?

– No lo sé, señor. Probablemente creyeron que no era necesario.

– ¿Por qué la decapitación?

– ¿Está usted pensando en algún tipo de acto terrorista? ¿Algún grupo islámico?

– Lo que yo piense no tiene importancia, sino lo que sepa. Y de momento nadie parece saber demasiado de nada. Elija a alguien con quien se sienta cómodo del FBI para que le mantenga informado al minuto. Comuníqueles que estoy personalmente interesado en el caso pero que no quiero que la prensa se meta en él y lo saque de madre. No tenemos ningún interés en revolver el mundo islámico más de lo que ya lo está, en especial si no hay nada de qué preocuparse y el problema fue provocado por algún loco suelto.

– Sí, señor.

– Y ahora -el presidente cambió de tema-, Caroline Parsons. Quiero un informe sobre el tipo de infección que sufrió, cómo se contagió y qué tratamiento le dieron, desde el diagnóstico inicial hasta su muerte. De nuevo, no quiero lanzar ninguna alarma, tan sólo quiero la información y lo más discretamente posible. Tenemos a cuatro personas muertas en muy poco tiempo, tres de la misma familia y la doctora de Caroline.

– Hay algo más que debe saber, presidente. No sé si tiene alguna importancia, pero el congresista Parsons…

– ¿Qué hay de él?

– Intentó convocar una reunión para verle en privado. Dos veces. Una durante las sesiones del subcomité sobre terrorismo. La otra el mismo día en que concluyeron.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo solicitó su secretaria, pero nunca le dieron una respuesta.

– Mike Parsons tenía acceso directo a mi persona, en cualquier momento. El jefe de personal lo sabía, y mi secretario también. ¿Qué ocurrió?

– No lo sé, señor. Tendrá que preguntárselo a ellos.

De pronto, Hap Daniels se llevó una mano a su auricular; al mismo tiempo, la limusina aminoró la velocidad y luego se inclinó al tomar una curva cerrada a la derecha que se metía por un largo sendero privado.

– Gracias -dijo Daniels a su micro, y luego miró al presidente-. Hemos llegado, señor. La residencia del señor Byrd.

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