59

Barcelona, comisaría central de policía, 3.40 h


Entre una humareda de polvo y un rugido ensordecedor, el helicóptero Chinook del ejército estadounidense se posó en el helipuerto de la comisaría. Al instante, los motores se apagaron y la puerta se abrió deslizándose. Hap Daniels, su delegado Bill Strait, Jake Lowe, el doctor James Marshall y cuatro agentes más del Servicio Secreto saltaron al suelo. Agachados debajo de las hélices todavía batientes, se dirigieron a los tres coches de camuflaje con las puertas abiertas que los esperaban al final de la pista. En unos instantes los hombres estuvieron dentro, las puertas se cerraron y los coches se pusieron en marcha.


Hotel Rivoli jardín, 3.45 h


La música y el tráfico llenaban las calles como si estuvieran a pleno día. Los juerguistas iban y venían por las dos puertas principales del hotel como si el Rivoli Jardín estuviera ofreciendo una fiesta de puertas abiertas para toda la ciudad, el centro de la cual era la música que retronaba desde el club Jamboree al fondo del vestíbulo.

Hasta el momento, ninguno de los seis agentes especiales de los GEO, apostados en los coches de camuflaje del exterior, había detectado al hombre identificado como Nicholas Marten ni a su «tío» calvo abandonando el edificio. Ni tampoco los efectivos de la azotea al otro lado de la calle habían advertido ninguna actividad dentro de las cortinas corridas de la oscura habitación 408. La única iluminación procedente de la estancia parecía proceder de una tenue luz del pasillo o del baño, que estaba encendida desde que llegaron. Tampoco había ningún cambio para los agentes de la CIA que actuaban como detectives de la policía metropolitana, Tárrega y León, destacados en el pasillo frente a la habitación. Y lo mismo era cierto para la efectivo que se presentó como Juliana Ortega y que vigilaba en el vestíbulo. La información era que si los dos «hombres objetivo» estaban en la habitación cuando llegaron, ahora seguían dentro.


El club Jamboree estaba lleno de humo y repleto de punta a punta de bailarines sudorosos y casi todos jóvenes. Hacía un calor sofocante. En las últimas horas, el jazz cubano había dado paso a una bossa nova brasileña, y ésta al jazz fusión argentino.

– Otra copa de vino blanco, por favor. -«Bob», como el presidente Harris se había presentado a Demi, sonrió a la joven camarera y le hizo un gesto para que les sirviera más copas, y luego la observó mientras la chica serpenteaba entre los bailarines para llegar a la barra.

A las 3.07 Demi los había alertado de la presencia de policías en la parte inferior del hotel. A las 3.08 Marten había recogido su ordenador portátil, su grabadora y otras pertenencias en una bolsa de viaje y se la había colgado del hombro. A las 3.09 bajaban los tres por la escalera de incendios del fondo del pasillo. A las 3.11 entraron en el vestíbulo del hotel desde un pasillo lateral, cerca de la entrada del club Jamboree, y se detuvieron.

– Allí -dijo Demi, señalando a Juliana Ortega, la mujer a la que había visto entrar en el hotel con dos hombres al mismo tiempo que lo hacía ella.

Estaba sentada en una mullida butaca del vestíbulo desde la que tenía una visión clara de la entrada desde la calle y de los ascensores, como si esperara a alguien.

– ¿Ve a los dos hombres que la acompañaban? -preguntó Bob.

– No.

El presidente miró a Marten.

– No son policías -dijo en voz baja, y luego hizo un gesto en dirección al Jamboree-. Es un lugar tan bueno como cualquier otro.

A las 3.13 encontraron una mesa y se sentaron. La camarera llegó rápidamente y el presidente pidió vino blanco para los tres. Cuando la camarera se marchó, cogió una servilleta y escribió algo en ella, luego la dobló y miró a Marten y a Demi.

– A estas alturas ya sabrán en qué habitación se alojaba el señor Marten y en la que suponen que estoy, puesto que el empleado que me dejó entrar se lo habrá dicho. Los hombres habrán subido y estarán cubriéndola, pero no entrarán hasta que lleguen los peces gordos.

Marten se inclinó hacia delante.

– Hay una entrada lateral al fondo del vestíbulo, ¿por qué no salimos por allí?

– Habrá otros afuera -dijo el presidente a media voz- y vigilando todas las salidas.

– ¿Cómo sabe todo esto? -Demi miraba a Bob con atención. Allí estaba pasando algo y a ella no le gustaba-. ¿Quién es usted?

– Bob -dijo él, tranquilamente.

Justo entonces llegó la camarera con sus bebidas. Marten le pagó y se marchó. Al mismo tiempo, por el sistema de megafonía de la discoteca una voz exuberante anunció en catalán:

– Por favor, un fuerte aplauso para el cantautor vasco… ¡Fermín Muguruza!

Un foco iluminó el escenario y el guapo Muguruza salió a cantar. El público enloqueció. A los pocos segundos todo el mundo estaba de pie bailando, como si todo lo demás en sus vidas hubiera quedado relegado al olvido. Fue el momento que el presidente aprovechó para pasarle la nota de la servilleta a Marten. Marten se la puso en el regazo y la desdobló. En ella, el presidente había escrito: «La mujer es de la CIA, los hombres seguramente también. El Servicio Secreto está a punto de llegar».

Marten sintió cómo se le aceleraba el pulso y miró al presidente. Al hacerlo, oyó la expresión atónita de Demi:

Oh, mon Dieu!

Marten la miró. Estaba mirando a Bob con los ojos muy abiertos.

Rápidamente Harris reaccionó:

– Así que ya lo ha adivinado. No diga ni una palabra.

– No lo haré -respiró ella. Lo miró un segundo más, incrédula, y luego se volvió insegura hacia Marten-. ¿Qué está ocurriendo aquí? No lo entiendo.

– Escúcheme -el presidente se le acercó mucho con la intención de hacerse escuchar por encima de la música a todo volumen de Fermín Muguruza-. En cualquier momento llegará el agente especial al cargo de mi caso. El y sus hombres habrán volado desde Madrid. No tienen ni idea de lo que estoy haciendo ni del porqué y, francamente, a estas alturas ya no les importa. Su trabajo es protegerme a cualquier precio. Por encima de todo, no querrán que se sepa qué está pasando ni que estoy en éste o en ningún otro lugar cerca de aquí, lo cual es probablemente el motivo por el cual no han evacuado ni precintado el edificio. Eso llamaría demasiado la atención, y eso es lo último que ninguno de ellos quiere.

»Trabajan rápido y con eficacia. Si hubieran llegado cuando estábamos todavía en la habitación, en estos momentos nos habrían sacado por la puerta de atrás, nos habrían metido en coches y estaríamos muy lejos. Y nadie sabría nunca que yo, ni ellos, habíamos estado aquí, ni que nada extraño había ocurrido.

»Al mismo tiempo, estas tácticas nos dan un pequeño margen de maniobra porque cuando lleguen, cuando el agente a mi cargo pase por la puerta con su delegado y empiece a subir hacia la habitación, la atención del resto de los agentes estará centrada en el plan para evacuarme. Será entonces, en el momento en que suba, cuando saldremos los tres, por la salida lateral, a la calle y mezclados entre la gente. He mirado las dos entradas con atención antes de entrar. Una vez fuera giramos a la derecha y andamos como un trío manzana abajo. Al final de la misma, a unos sesenta metros, hay una parada de taxis. Nos metemos en el primero y me dejan hablar a mí.

Marten se inclinó hacia él:

– Basa usted toda la estrategia en la certeza de que su agente especial entrará por la puerta principal, y no por cualquier otra.

– Cierto. No estoy seguro, es una suposición. Pero eso es porque lo conozco bien. No sólo está horrorizado porque el presidente haya desaparecido bajo su vigilancia, sino que está muerto de miedo por mi buen estado y querrá sacarme de aquí y llevarme bajo su custodia lo antes posible. Para hacerlo tomará el camino más corto hasta el objeto, y éste pasa por la puerta principal y por los ascensores que llevan directamente a la habitación.

– ¿Y si no lo hace? ¿Y si entra por cualquier otra entrada, barre la habitación y descubre que se ha esfumado? Nadie le ha visto salir. Eso significa que sigue en algún lugar del edificio. Llamando la atención o no, este lugar será precintado antes de que ninguno de nosotros pueda volver a suspirar.

El presidente esbozó una sonrisa:

– Espero conocer a mi hombre lo bastante como para no equivocarme. -Entonces miró a Demi-. La hemos metido en esto por el señor Marten y por lo que usted puede saber acerca del doctor Foxx.

Demi se asustó.

– ¿Es eso cierto? -insistió el presidente.

Marten la tranquilizó:

– Ya se lo he dicho antes: está al corriente de todo. Podemos hablar delante de él.

– Sí, es cierto -dijo Demi.

– Entonces comprenderá usted que si al señor Marten o a mí nos atrapan, cualquier información que le haya facilitado al señor Marten no habrá servido de nada porque yo no podré hacer nada con ella, ni tampoco él. Eso la pone a usted directamente en la línea de fuego.

– No le entiendo -dijo ella.

– Por la foto del periódico, sabrán qué aspecto tiene el señor Marten, y también es obvio que mi gente sabe el aspecto que tengo yo; si se hubieran sorprendido por mi falta de pelo, a estas alturas ya no lo estarán porque habrán hablado con el recepcionista del hotel. Eso nos lleva de nuevo a usted, porque a usted no la conocen. -El presidente hizo una pausa, mirándola a los ojos. Marten supo que estaba aprovechando aquel momento para juzgarla-. Lo que estoy haciendo, señora Picard, es poner su bienestar, el del señor Marten y el mío, enteramente en sus manos. Le estoy pidiendo su ayuda. ¿Lo comprende?

– Sí.

– ¿Nos ayudará?

Demi miró a Marten y luego otra vez al presidente:

– ¿Qué quieren que haga?


3.45 h


Demi se levantó de la mesa y salió al vestíbulo con su gran bolso colgado al hombro. Atrás había dejado el sombrero blando y la trenca de color claro que llevaba al llegar.


3.46 h


Demi se abanicaba con una servilleta mientras se entremezclaba con los bailarines sudorosos y animados que buscaban un poco de aire justo enfrente de las puertas abiertas del Jamboree. Lo que vigilaba en realidad era la puerta principal.

A tres metros de ella Marten y el presidente Harris estaban alerta, justo al otro lado de las puertas del club. Marten se había puesto espuma en el pelo, se había abierto la camisa y se había echado la trenca de Demi por encima de un hombro, de una manera muy masculina, para disimular debajo su bolsa de viaje. El presidente, todavía con sus gafas claras, se había puesto el sombrero y lo llevaba ladeado, tapando efectivamente buena parte de su calva.


3.50 h


Demi vio a los cuatro que entraban por la puerta principal y se dirigían directamente a los ascensores, uno de ellos con un impermeable colgado del brazo. Las descripciones que el presidente le había hecho de Hap Daniels y Bill Strait eran perfectas, al igual que la predicción de sus acciones. A los dos hombres que los acompañaban los reconoció de su época en Washington: el asesor presidencial Jake Lowe y el asesor de Seguridad Nacional, doctor James Marshall. Se volvió bruscamente y volvió a meterse en el club:

– Ahora -dijo.


3.51 h


El trío salió del club Jamboree cogido del brazo, cruzando el vestíbulo hacia la entrada lateral. Iban conversando, riéndose, medio bailando al ritmo de la música mientras avanzaban entre la gente. Tenían exactamente el aspecto que querían tener, el de una pareja de gays medio borrachos, y su amiguita juerguista heterosexual a la que habían sacado de fiesta.

En cinco segundos estaban a medio camino hacia la puerta. Otros tres segundos y estuvieron a punto de alcanzarla.

– Todavía no -dijo el presidente, forzando una sonrisa y deteniéndose-. Tomemos otra copa antes de irnos. -Con la misma rapidez los obligó a retroceder-. Justo ahí fuera -les susurró-, el agente del Servicio Secreto que ha estado en mi equipo desde que juré el cargo.


3.52 h


El ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y Hap Daniels, Bill Strait, Jake Lowe y James Marshall salieron al pasillo de la cuarta planta.

Daniels no tuvo ninguna necesidad de identificar a ninguno de ellos delante de los agentes León y Tárrega. Sabían quiénes eran y lo que iban a hacer desde el momento en el que el helicóptero Chinook tocó tierra en comisaría. El hecho de que el agente Strait llevara un impermeable no era casual. Era para tapar la cabeza del presidente justo antes de sacarle, asegurándose de que ningún transeúnte, periodista alertado o paparazzo al acecho tuviera ninguna posibilidad de reconocerlo ni, desde luego, de hacerle una foto.


3.53 h


Los tres agentes del Servicio Secreto restantes que habían acompañado a Daniels desde Madrid se pusieron en contacto con los operativos de los GEO españoles que estaban en la puerta trasera de servicio del hotel y luego se metieron en el ascensor de servicio.

Al mismo tiempo, el equipo que Daniels había solicitado un poco más de una hora antes desde Madrid -un coche de persecución, un furgón blindado equipado con dos médicos y dos técnicos de urgencias, y tres coches de seguridad más- avanzaron y se detuvieron junto al coche de los GEO. Sus faros se apagaron inmediatamente.


3.54 h


El presidente, Nicholas Marten y Demi estaban entre la muchedumbre justo enfrente de las puertas abiertas del club Jamboree. Al otro extremo del vestíbulo podían ver al flaco recepcionista y al efectivo de la CIA Ortega. El recepcionista estaba ocupado hablando por teléfono. Ortega se había trasladado de la butaca donde antes estaba sentada hasta la puerta principal, que vigilaba con atención.

– Se nos está acabando el tiempo -dijo el presidente en voz baja-. Vamos a tener que usar la puerta principal y esperar que la mujer apostada aquí sea la única y que los otros estén en otros puntos. Si logramos sortearla, una vez fuera giramos a la derecha y nos mezclamos con la gente. Si por alguna razón me detienen, ustedes sigan andando. Si tratan de ayudarme podrían matar a alguien.

El presidente iba a dirigirse hacia la puerta cuando Marten dijo:

– Un segundo -y se volvió hacia Demi-. Usted habla francés.

– Pues claro.

– Vaya usted delante. Cuando llegue a la mujer hable con ella como si fuera una turista francesa que ha perdido a su grupo y pregúntele cómo llegar al puerto. Puede que le entienda, puede que no; da igual. Nosotros estaremos justo detrás de usted. Lo único que necesitamos son unos cinco segundos de distracción para pasar por su lado. Una vez hayamos salido, le da las gracias y se marcha. Nos encontraremos a media manzana. ¿Puede hacerlo?

– Sí.

– Bien.


3.55 h


Jake Lowe y el doctor Marshall permanecieron apoyados contra la pared mientras Hap Daniels y Bill Strait se acercaban a la puerta de la habitación 408. El pasillo detrás de ellos estaba cubierto por los efectivos de la CIA, Tárrega y León, por si necesitaban ayuda o por si algún huésped del hotel intentaba abandonar su habitación.

Los tres agentes del Servicio Secreto que habían subido por el ascensor de servicio desde la entrada trasera esperaban a unos siete metros pasillo abajo, en un pequeño rincón en forma de L que albergaba el ascensor de servicio, por el que bajarían al presidente una vez detenido. El ascensor central que habían usado Hap y los demás estaba cerrado y «temporalmente fuera de servicio».

Con la tarjeta electrónica de acceso en la mano, Hap Daniels miró a Bill Strait, que sujetaba el impermeable para cubrir la cabeza del presidente, y luego miró a Jake Lowe y al doctor Marshall.

– Cinco segundos -dijo en voz baja al pequeño micro que llevaba en la solapa. Levantó un dedo, luego otro.

Los cuatro efectivos de la CIA apostados en la azotea de enfrente se pusieron alerta. Los dos que vigilaban en la calle apuntaron sus prismáticos hacia la ventana de la habitación 408. Los dos tiradores con rifles Barret del calibre 50 y mirillas telescópicas de visión nocturna apuntaron. Si alguien o algún grupo tenían al presidente secuestrado, él, ella o ellos estarían muertos en cuestión de segundos.


Vestíbulo del hotel, a la misma hora


Marten y el presidente estaban unos pasos por detrás de Demi. Tras ella veían a la agente de la CIA de pie, justo dentro del salón principal del hotel. A su derecha vieron al recepcionista que colgaba el teléfono, daba media vuelta y luego se ponía a hablar con alguien.


Pasillo de la cuarta planta


Hap Daniels levantó el cuarto dedo, luego el quinto.

De un solo gesto deslizó la tarjeta electrónica por la ranura. Medio segundo más tarde el piloto rojo de la puerta se puso verde y él empujó la puerta.


Salón del hotel


Excusez-moi. Mes amis sont partis. Pouvez-vous m'indiquer la manière d'arriver au port? Mon hôtel se trouve là.

Demi se había puesto delante de Juliana Ortega y le tapaba la vista de la entrada del hotel. Al hacerlo, Marten y el presidente se colaron y salieron a la abarrotada acera del exterior.

Trouvez un taxi, c'est un peu loin d'ici -le dijo Ortega bruscamente para luego, inmediatamente, rodearla para no perder de vista la puerta.

Merci -agradeció Demi, y luego se dio la vuelta y se marchó.

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