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24.00 h


Foxx los llevó hasta otra puerta, está hecha de una especie de acero bruñido. Al llegar a la misma se detuvo, sacó una tarjeta de seguridad del bolsillo de su chaqueta y la pasó por un dispositivo electrónico que había en la pared adyacente. Inmediatamente, la puerta se deslizó para descubrir un túnel largo, bajo y de piedra arenisca irregular que parecía excavado en el núcleo de la misma montaña e iluminado por bombillas desnudas, montadas cada tres o cuatro metros, colgando de unos cables pegados burdamente al techo del túnel.

– Ésta es una de toda una red de galerías de mina excavadas en esta montaña hace casi un siglo. La mayoría llevan años en desuso. Hay muy poca gente que sepa de su existencia. Nosotros tuvimos la suerte de poder utilizar ésta -dijo Foxx, mientras se agachaba para llevarlos por una pasarela de madera tosca levantada encima del suelo húmedo y entre paredes de piedra de las que brotaban, aquí y allá, gotas de aguas subterráneas-. Una vez esta zona formó parte de lo que ahora es el mar Mediterráneo. Por aquel entonces, un gran río corría desde las montañas más elevadas hasta desembocar en el golfo, creando a lo largo de su caudal amplias cuevas subterráneas. Ahora, siglos más tarde, las cuevas están muy por encima del nivel del mar. Están secas, tienen aire fresco y una temperatura especialmente constante a lo largo del año. Estas características, combinadas con el tamaño de las cámaras y su relativo aislamiento, crean unas condiciones que las hacen casi ideales para mis experimentos.

Si antes Marten estaba preocupado, ahora lo estaba el doble. Una cosa era estar perdidos en el laberinto de callejuelas exteriores del monasterio, y otra mucho peor era estar en aquel lugar escondido, lejos de cualquier persona o cosa, y a solas con un atroz criminal. Estuviera o no Foxx solo, Marten estaba convencido de que se estaban metiendo en algún tipo de trampa y de que era una estupidez dar ni un solo paso más con él. De nuevo, le echó al presidente una mirada de advertencia.

Como antes, Harris lo ignoró y esta vez se concentró en el propio túnel; sus muros irregulares y escarpados, su suelo de tierra, su techo bajo y excavado.

Le gustara o no al presidente, Marten supo que tenía que intervenir y hacerlo con rapidez.

– Señor presidente -dijo, bruscamente-, creo que hemos ido bastante lejos…

– Ya hemos llegado, caballeros -dijo Foxx, doblando de pronto una esquina de la cueva, para encontrarse los tres cara a cara con otra puerta de acero bruñido. Foxx volvió a pasar su tarjeta por un lector electrónico que había en la pared adyacente y, como antes, la puerta se abrió deslizándose para dejar a la vista una cámara en forma de cueva el doble de grande de la que habían visto momentos antes.

Foxx entró el primero. Al hacerlo, Marten tomó al presidente del brazo y tiró de él.

– Todo va bien, primo -le dijo Harris en voz baja antes de seguir a Foxx dentro de la estancia.

Marten soltó un taco entre dientes y los siguió. Medio segundo más tarde la puerta se cerró detrás de ellos.

Marten y el presidente se encontraron frente a un mar de mesas con burbujas encima, en un espacio que debía de tener treinta metros de largo y al menos veinte de ancho, y casi siete de altura. Al fondo de todo había una serie de jaulas de acero, grandes y pequeñas.

– Sí -reconoció Foxx-. He estado haciendo algunos experimentos con animales, pero ahora ya no hay ninguno.

– ¿Está al corriente la gente que se ocupa del monasterio de la existencia de estas cámaras? -preguntó Marten.

Foxx sonrió:

– Como les he explicado antes, la Orden ha tenido la amabilidad de facilitarme todo lo que necesito.

Marten vio al presidente mirándolo todo su alrededor: las toscas paredes de piedra caliza, el techo, el suelo. De pronto volvió su atención a un ancho banco de acero inoxidable con unos postes de madera maciza en un extremo y un gran tambor mecánico en el otro. En medio, una segunda pieza de acero inoxidable estaba montada sobre una doble ranura que recorría la longitud de la superficie.

– ¿Qué es esto, doctor? -preguntó.

– Una mesa de producción.

– Parece algún tipo de instrumento de tortura medieval.

– ¿Instrumento de tortura? Bueno, tal vez para plantas -dijo Foxx, con su sonrisa fácil y complaciente-. Las semillas se esparcen por la superficie de acero inoxidable y luego se cubren con un film especial de plástico. El tambor se calienta y se hace correr arriba y abajo por encima del film, y eso cuece las semillas hasta el punto en que están listas para plantarlas en una tierra especial, parecida a la que se encuentra en los semilleros de la otra sala. Es una especie de incubadora. Como todo lo que hay aquí, eficiente, innovador e inofensivo.

Harris miró a Marten y luego volvió a mirar a Foxx.

– En realidad, prefería la idea de que fuera una mesa de tortura. Algo a lo que hay que atar a un hombre con el fin de hacerle confesar sus pecados o traiciones.

– No estoy seguro de entenderle -dijo Foxx.

Al instante, Marten comprendió por qué el presidente había ignorado sus advertencias previas y por qué había estado mirando a su alrededor, en el túnel y aquí. Buscaba cámaras de seguridad, micrófonos y otros instrumentos de vigilancia. Si alguien sabía de estas cosas, ése era él. El Servicio Secreto le habría enseñado prácticamente todos los elementos de su arsenal, una ventaja que, combinada con sus agallas y sus conocimientos de construcción, le había posibilitado la fuga del hotel Ritz de Madrid. Marten había estado preocupado por el hecho de encontrarse demasiado solos y aislados, de que Foxx los tuviera atrapados. El presidente Harris, en cambio, veía precisamente lo contrario: era el doctor, no ellos, el que estaba solo y atrapado. Aunque no podían estar seguros de no encontrarse bajo algún tipo de vigilancia, el presidente optaba ahora por jugar fuerte, del mismo modo que había optado de entrada, cuando decidió venir a Montserrat a encontrarse con Foxx.

– Nos gustaría que nos explicara unas cuantas cosas, doctor -le dijo, con voz pausada-. Que nos hablara de sus planes para los estados musulmanes.

– ¿Disculpe? -Foxx fingió no entenderlo.

– Sus planes. El programa que usted y mis amigos en Washington han elaborado para devastar Oriente Próximo.

– Me decepciona, presidente. -Foxx volvió a sonreír-. Como acabo de mostrarle, los últimos veinte años de mi trabajo no han sido para nada más que el progreso, la salud y el bienestar de los habitantes del planeta.

El presidente reaccionó repentinamente con furia:

– ¡Eso no va a bastarle, doctor!

– ¿Qué le dio usted a Caroline Parsons? -dijo Marten, de pronto.

– Ya me preguntó algo parecido anteriormente, y no tengo ni idea de quién o qué…

– El centro de rehabilitación de Silver Springs, Maryland. La doctora Lorraine Stephenson le ayudó.

– No he oído nunca hablar de este lugar. Ni, como le dije en Malta, de esa doctora Stephenson.

– Enséñenos la mano izquierda -le dijo bruscamente Marten-. Levante el pulgar. Quiero que el presidente vea su tatuaje, el signo de Aldebarán.

De pronto Foxx se enfureció y Marten pudo ver la rabia que lo inundaba, como ya había visto en el Café Trípoli de Malta.

– Esto ya me parece demasiado, caballeros. Hemos terminado. Les acompañaré hasta la salida.

Se dio la vuelta bruscamente y empezó a caminar hacia la puerta. Al hacerlo, sacó un pequeño dispositivo electrónico del bolsillo de su americana y se puso a hablar por él.

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