Barcelona, 11.05 h
Armado con la información del MI5 sobre la matrícula de la limusina de Marten y de las tarjetas de visita falsas que llevaba siempre «en caso de necesidad», Hap Daniels bajó de un taxi, pagó la carrera y esperó a que el vehículo se marchara. Luego se dio la vuelta y entró en el edificio tipo garaje en el que estaba ubicada la empresa Barcelona Limousines.
Minutos antes se encontraba en la cafetería de la comisaría central de Barcelona, donde Bill Strait le confirmó que había hablado con Emilio Vázquez, de la inteligencia española en Madrid, y le había pedido en su nombre que pinchara, con la máxima discreción, todas las comunicaciones telefónicas de Evan Byrd.
– Tiene que ver con la misión que tenemos entre manos -dijo Vázquez sin mostrar ninguna emoción, más como afirmación que como pregunta.
– Sí.
– Teniendo en cuenta la situación, si lo pide Tigre Uno, lo haremos.
– N.O. -dijo Strait.
– N.O., por supuesto. -No Oficialmente.
Es decir, en la práctica no habría ninguna escucha de las llamadas telefónicas de Evan Byrd. Había que hacerlo de manera que cualquier persona implicada estuviera dispuesta a negar su participación.
Inmediatamente después Hap se acabó el café y salió, tras haberle dicho a Strait que necesitaba dar un paseo para repensar la situación. Si lo necesitaban llevaba su BlackBerry y su localizador de emergencia. Anduvo deliberadamente tres manzanas antes de doblar una esquina y parar un taxi. Mientras le pedía al taxista que lo llevara a una dirección muy cercana, a la sede de Barcelona Limousines, de pronto empezó a comprender lo que el POTUS, el Fumigador, debía de estar sintiendo y debía de haber sentido cuando salió a rastras por los conductos del aire acondicionado del Ritz y no tenía ni idea de en quién podía confiar. Y para Hap eso significaba desde Bill Strait hasta todo el destacamento del Servicio Secreto. Tal vez fueran todos inocentes, pero no había manera de estar absolutamente seguro.
Lo que sí sabía era que no se fiaba del jefe de personal, Tom Curran, ni del principal asesor político del Fumigador, Jake Lowe, ni del asesor de Seguridad Nacional, el doctor James Marshall, y que no le gustaba nada la sensación de evidente oportunismo que le daba la visita repentina del vicepresidente a Barcelona para hacerse un reportaje de veinte minutos y luego largarse otra vez a Madrid, a la casa de Evan Byrd. Eso colocaba automáticamente al VPOTUS junto a los otros en su lista de personajes en los que no confiar.
Ahora, pensándolo bien, recordaba quién más estuvo en la reunión nocturna de la residencia Byrd: el secretario de Estado, David Chaplin; el secretario de Defensa, Terrence Langdon, y el jefe del Estado mayor, general de las Fuerzas Aéreas Chester Keaton.
– Dios -musitó-. ¿Y si están todos metidos en lo mismo?
Pero ¿en qué? ¿Qué le habían pedido o exigido al presidente para acorralarlo de tal manera que no tuvo más opción que huir?
11.10 h
Romeo J. Brown
Detective privado
Long Island, NY
El encargado de día de Barcelona Limousines, Beto Nahmans, un hombre de unos cuarenta años que vestía con elegancia, giró la tarjeta con la mano y luego miró a Hap Daniels, sentado en una de las dos estilizadas butacas de cromo y cuero negro que había frente a su mesa.
– Entiendo que tiene usted el número de móvil y la matrícula de uno de nuestros vehículos -dijo Nahmans en un inglés escueto.
Daniels asintió con la cabeza.
– He sido contratado por una empresa de seguridad que investiga fraudes de seguros. Creemos que una de las personas a las que estamos siguiendo es uno de los pasajeros de esa limusina. Mi trabajo es encontrarle y darle la oportunidad de regresar voluntariamente a Estados Unidos para presentarse ante la justicia antes de pedir que se lo ponga bajo custodia.
– ¿Y cuál podría ser el nombre de esta persona?
– Marten. Nicholas Marten. Marten, con «e».
Nahmans se balanceó en su butaca, tecleó una serie de palabras en su ordenador y luego miró a la pantalla que tenía delante.
– Lo siento, señor. No tenemos ninguna constancia de ese tal Nicholas Marten como pasajero del vehículo al que usted se refiere. Ni de ningún otro, vaya.
– ¿No?
– No, señor.
Daniels endureció su actitud.
– No me gusta esta respuesta.
– Es lo que tenemos -dijo Nahmans, con una sonrisa tibia-. Me temo que es lo único que puedo decirle.
Hap Daniels suspiró y miró al suelo, luego se tiró de una oreja y lo volvió a mirar.
– ¿Y si consigo que el servicio de inteligencia le pida esta información?
– La respuesta sería la misma, lamentándolo mucho.
– Suponga que le presentan un documento oficial pidiéndole que facilite una lista de todos y cada uno de sus clientes durante los últimos dos años. Sus nombres, lugar de recogida, acompañantes, duración del servicio y dirección a la que fueron devueltos.
– No creo que sea algo legal. -La incertidumbre se asomó por la mirada de Beto Nahmans y Daniels lo aprovechó a fondo.
– ¿Le gustaría averiguarlo?
Tres minutos más tarde Daniels salía de Barcelona Limousines. El encargado de día, Nahmans, le había facilitado tres nombres: un tal primo Jack, un tal primo Harold y Demi Picard, la mujer que había pedido la limusina un poco antes de las siete de aquella mañana, con cargo a su habitación del hotel Regente Majestic.