Madrid, 10.15 h
Peter Fadden recorrió en el autobús metropolitano dos paradas más, luego bajó, anduvo media manzana, tomó un callejón y se metió en un café en el que había unos cuantos clientes desayunando. Se dirigió de inmediato al baño de hombres. Al cabo de un rato volvió a salir, miró a la cocina que había al final de un pasillo y dedujo que había una entrada por detrás que podía servirle de salida en caso de necesidad. Satisfecho, volvió a la sala principal, se sentó a una mesa desde la que se veía la puerta y pidió un café solo.
Llevaba la cartera, el pasaporte, la BlackBerry y, al menos, de momento, conservaba la vida y la libertad. El resto -la maleta y el maletín con el ordenador portátil- lo había dejado en el taxi y eran los objetos que ahora mismo estarían en manos de los hombres que habían ido a buscarle. Era el ordenador lo que más le preocupaba: en su disco duro estaban todas sus notas: sus entrevistas con el personal del hotel Ritz, su recopilación de información sobre Merriman Foxx, la doctora Lorraine Stephenson, la clínica de Washington DC a la que llevaron a Caroline Parsons antes de que la ingresaran en el Hospital Universitario y sus sospechas sobre la cacería de Barcelona y el posible paradero del presidente.
El problema ahora era qué hacer con todo aquello.
En estos momentos deseaba desesperadamente ponerse en contacto con su editor en el Washington Post, pero sabía que eso, como mínimo, sería problemático. La única manera que los hombres que lo persiguieron podían saber su identidad era porque habrían pinchado la frecuencia del móvil de Marten. Significaba que habrían escuchado su conversación, probablemente hasta la tendrían grabada. Y lo peor era que ahora tenían el número de su BlackBerry, lo cual era sin duda el motivo por el que lo encontraron en el hotel y probablemente la razón por la cual el primer taxi se había marchado sin recogerlo: porque el segundo tenía un chófer que trabajaba para ellos e iba a obedecer órdenes. Era la razón por la cual se metió por la calle secundaria y luego aparcó en la acera y salió corriendo.
Ahora que tenían la frecuencia de su BlackBerry, probablemente la tendrían monitorizada, de modo que no podía utilizarla sin desvelar su localización. Además, como había dicho lo que sabía del presidente y del comité de Mike Parsons y Merriman Foxx, podía estar seguro de que los números de teléfono y direcciones de e-mail de la agenda de su BlackBerry -prácticamente todos sus conocidos en Washington y en las oficinas del Post de todo el mundo- estarían también bajo vigilancia. No tenía ni idea de quién estaba detrás de todo esto, pero debía de ser desde muy altas esferas si tenían controlado el móvil de Marten y, con tan poco margen de tiempo, le habían mandado a aquellos tipos con pinta militar a cazarlo. Lo que había pasado con los taxis quería decir que no los habían mandado sencillamente para tener una pequeña conversación con él; eso lo podían haber hecho en el hotel.
Y para colmo de males estaba el factor tiempo. Todo estaba sucediendo con mucha rapidez. Si el presidente estaba en peligro, era en ese preciso instante. Eso significaba que Fadden debía encontrar a alguien que estuviera fuera del circuito. Alguien que tuviera el prestigio suficiente como para ser escuchado y en quien él pudiera confiar incondicionalmente tenía que saber la verdad lo antes posible.
20.22 h
Fadden entró en un pequeño estanco que había cuatro puertas más abajo del café. Miró a su alrededor y luego se dirigió a la única persona que había en el establecimiento, el fornido propietario del mismo, sentado tranquilamente detrás del mostrador.
– ¿Habla inglés?
– Un poco -dijo el hombre.
– Me gustaría comprar una tarjeta de teléfono.
– Sí -dijo el hombre-, sí. -Y se puso de pie.
Organización Mundial de la Salud, Ginebra, Suiza, 10.27 h
El doctor Matunde Ngotho, director ejecutivo del Programa de Genética Humana de la OMS, acababa de salir de una reunión de investigación de sábado por la mañana y se disponía a entrar en su despacho en la Avenue Appia cuando le sonó el teléfono.
– Matunde -dijo al descolgar el aparato.
– Matunde, soy Peter Fadden.
– ¡Peter! -el investigador sonrió contento al escuchar la voz de su viejo y querido amigo-. ¿Dónde estás? En Ginebra, espero, ¿no?
Matunde esperó la respuesta, pero no la obtuvo.
– ¿Peter? -dijo-. Peter, ¿estás ahí?
Peter Fadden se quedó helado donde estaba, mirando boquiabierto al hombre alto y con el pelo cortado como un militar que estaba justo detrás de él en la cabina de teléfonos de la calle. Por alguna razón sintió frío, aunque la temperatura en la calle fuera de 26 °C. Ahora, el del corte militar invadió su espacio, le quitó el auricular de la mano y lo colgó. Fadden recordó vagamente haber llamado a su compañero de piso en la universidad a Ginebra. Recordó oír su voz y al mismo tiempo sentir un dolor muy agudo cerca del riñón derecho, como si le hubieran clavado una aguja y luego se la hubieran sacado. Vio un paraguas en la mano del hombre del corte militar. Se preguntó el porqué. No llovía. De hecho, en el cielo no había ni una sola nube.