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22.37 h


– ¡No, no! -José, de pronto, retrocedió por la estrecha chimenea y se negó a ir más lejos.

– ¿Qué demonios pasa? -dijo Hap, mirando severamente a Miguel.

Estaban a unos ciento veinte metros bajo tierra en un canal de piedra caliza extrañamente sinuoso que caía bruscamente hacia una oscuridad claustrofóbica que, hasta con la iluminación de las linternas, resultaba cada vez más inquietante. Además ésta era la segunda chimenea por la que descendían, una de ellas mucho más abajo que la otra y todos ellos, los chicos también, se estaban poniendo cada vez más tensos.

– Dígale que está bien, que lo entendemos. -Hap estaba pálido; sentía un dolor punzante en el hombro y ya se había tomado un segundo analgésico-. Dígale que todos estamos igual, pero que tenemos que seguir bajando.

Miguel empezó a hablar con el joven en catalán. Apenas había empezado la frase cuando el chico volvió a negar con la cabeza:

– ¡No! ¡Se acabó!


Unos cuarenta minutos antes habían llegado a la parte del túnel en la que los chicos creían que los amigos de Miguel podían encontrarse, si es que estaban allí. Armando y Héctor llegaron los primeros y los otros los siguieron. Cuando habían avanzado apenas unos cien metros, oyeron el rumor de los pasos apresurados de unos hombres que avanzaban en dirección a ellos por la oscuridad. Miguel empezó a hacerlos retroceder cuando Héctor lo cogió del brazo:

– No, por aquí -le dijo, y los llevó peligrosamente hacia delante, por donde los hombres venían, hasta una grieta de la roca, una rendija que, incluso si se dirigía luces, resultaba casi imposible de encontrar si no se conocía muy bien el túnel.

Era estrecha y empinada y se dirigía hasta más abajo de la tierra en una caída curva. Llevaban unos treinta segundos de descenso cuando oyeron al equipo de rescate que pasaba de largo de la grieta oculta y se detenía. Y allí se quedaron parados, prácticamente atrapados, mientras los refuerzos se unían al equipo inicial de arriba. Finalmente, Armando miró a su tío:

– Estos que están perdidos son más que «amigos», ¿no?

– Sí. -Miguel miró a Hap y luego otra vez a su sobrino-. Uno de ellos es un cargo importante del gobierno de Estados Unidos.

– Y estos hombres, estas fuerzas policiales que lo buscan, quieren hacerle daño.

– Creen que lo buscan para ayudarlo pero no es así. Cuando lo encuentren, lo entregarán a una gente que le hará daño, pero ellos no lo saben.

– ¿Quién es ese hombre? -preguntó Héctor.

Hap había confiado en ellos hasta ahora, y ahora mismo necesitaba toda la ayuda y la confianza del mundo:

– El presidente -dijo, concluyente.

– ¿De Estados Unidos? -exclamó Armando, en su deficiente inglés.

– Sí.

Los chicos se rieron como si les estuvieran gastando una broma y luego vieron la expresión en las caras de los hombres.

– ¿Es verdad? -preguntó Armando.

– Sí, es verdad -dijo Hap-. Tenemos que encontrarlo y sacarlo de aquí sin que nadie lo sepa.

Miguel les tradujo esto último al catalán y luego añadió:

– El hombre que está con él es bueno, es su amigo. Nuestra misión es encontrarlos e impedir que la policía los vea y llevarlos a un lugar seguro, ¿lo comprendéis?

– Sí -dijeron los jóvenes al unísono.

Fue entonces cuando Hap miró el reloj y luego a Miguel.

– Antes los chicos han dicho que sabían más o menos lo lejos que el presidente podía haber llegado desde el corrimiento de tierra. De esto hace dos horas y media. Ellos conocen bien el túnel. ¿Dónde creen que pueden estar ahora, suponiendo que sigan vivos y que avancen más o menos a la misma velocidad?

Miguel tradujo la pregunta a los muchachos.

Los chicos se miraron entre ellos, lo discutieron brevemente y luego Armando miró a su tío:

– Cerca -dijo-. Cerca.

En aquel momento oyeron el movimiento y voces de los hombres que estaban en el túnel superior. Habían vuelto y estaban mucho más cerca, y sus voces resonaban claramente por la rendija hasta donde se encontraban. Miguel temía que los descubrieran y Héctor los llevó más abajo, haciéndolos avanzar por una chimenea que serpenteaba y viraba como un reptil. Hacía menos de cinco minutos José los había detenido con su repentino «¡No!», negándose a seguir.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó Miguel.

– Los muertos -dijo, como si sólo segundos antes se hubiera dado cuenta de dónde estaba y adonde llevaba aquella chimenea, y eso lo hubiera sacudido hasta lo más profundo de su alma-. Los muertos -repitió, presa del pánico-. ¡Los muertos!

Hap miró a Miguel:

– ¿De qué habla?

A eso le siguió un breve intercambio de palabras en catalán. Miguel con José, que permanecía en silencio, luego con Armando, de quien finalmente obtuvo la explicación.

– Aquí abajo -le aclaró ahora Miguel, señalándole más debajo de la chimenea-, hay otro túnel. Tiene un monorraíl, y por él vio una vagoneta cargada con muertos.

– ¿Cómo? -Hap no se lo podía creer.

– Más de una vez.

– ¿De qué habla?

Miguel y Armando intercambiaron unas palabras en catalán, luego Miguel le tradujo:

– Hace unos meses, José y Héctor estaban explorando las galerías y encontraron otro túnel, ése del que nos habla que está debajo nuestro. Es mucho más estrecho y más nuevo, y está forrado con una capa de cemento. Tiene una sola vía de acero que lo recorre. Arriba del túnel había una trampilla. Así es cómo vieron el interior de la galería y por donde estaban mirando cuando se acercó una especie de vagoneta. Estaba llena de cadáveres apilados como si fueran troncos de leña. Se asustaron y salieron corriendo y no le han contado nunca a nadie lo que habían visto. Al cabo de dos meses se retaron el uno al otro a volver a entrar. Bajaron de nuevo y esperaron y lo volvieron a ver. Esta vez, los cuerpos viajaban hacia el otro lado. José se ha quedado convencido de que si vuelve a bajar otra vez se convertirá en uno de esos cadáveres. Cree que es el infierno.

Por unos segundos, Hap los miró incrédulo, tratando de asimilar lo que había oído. Luego les hizo una pregunta:

– ¿Hay alguna otra manera, aparte de esta chimenea, de ir desde el túnel de arriba -dijo, señalando el lugar del que procedían- hasta el túnel donde vieron los cadáveres?

De nuevo, Miguel se volvió hacia los chicos y les tradujo. Por un momento nadie dijo nada; luego Héctor habló, mientras rascaba dos rayas en la piedra. Miguel tradujo de nuevo:

– La galería de abajo corre al mismo nivel; la de arriba empieza alta y luego se hace más baja. Nosotros estamos más o menos a veinte metros entre las dos. Mucho más adelante está a menos de siete metros y hay canalizaciones a lo largo del túnel, cree que de ventilación, de modo que sí que es posible pasar del uno al otro por más sitios.

Hap escuchó con atención los detalles de Miguel. Mientras lo hacía se oyeron más ruidos de arriba. De pronto se le erizaron los pelos de la nuca.

– Allí arriba hay todavía mucha gente -dijo, con ansiedad-. Vivo o muerto, si el presidente hubiera estado arriba ya lo hubieran encontrado y ya habríamos escuchado su reacción, o sencillamente se habrían retirado.

De pronto Miguel comprendió lo que quería decir:

– ¡Cree que mis primos están en el túnel de abajo!

– Es posible, y tal vez muy cerca. Dejemos que José se quede, si quiere. Nosotros bajaremos a averiguarlo.

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