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8.44 h


Los cánticos dejaron de sonar bruscamente y la iglesia se quedó sumida en el silencio. La niebla giraba por el escenario presidido por una Cristina embelesada, a la espera del momento en que el fuego llegaría y su periplo, como el del buey, empezaría al fin.

De pronto, una silueta pasó por delante de ella a través de la niebla, como si se tratara de un personaje shakesperiano. Se encendió otro foco que iluminó al reverendo Beck, vestido con atuendo de sacerdote. Cruzó hasta el centro del escenario y levantó un micro inalámbrico.

– Hamilton Rogers -dijo, mientras buscaba con la mirada por el público y su voz retumbaba por toda la nave del templo-. ¿Dónde está, vicepresidente?


8.45 h


Un gran estruendo surgió de entre la congregación mientras cinco cámaras distintas captaban la imagen del vicepresidente Hamilton Rogers levantándose de su asiento y acercándose al pasillo, desde donde unos monjes lo escoltaron hasta el escenario. Cuando llegó a él, se fundió en un abrazo con el reverendo Beck, como si se tratara de una especie de emocionante reencuentro.

– Hamilton Rogers -dijo el reverendo a la congregación-, ¡el próximo presidente de Estados Unidos!

Un aplauso atronador siguió a esta proclama.

Beck y Rogers se volvieron a abrazar, luego se volvieron, se tomaron de las manos y levantaron los brazos hacia el público. Aplausos y más aplausos y el emocionante reencuentro se convirtió de pronto en una tribuna política.


8.46 h


Marten miró al presidente:

– Si alguna vez hubo dudas sobre los planes que le tienen reservados, ahora ya no hay ninguna.

– El problema es que -dijo el presidente- ahora ya no son sólo «mis amigos». Son todos ellos. Todos saben lo que está ocurriendo. Eso demuestra lo increíblemente entretejidos y adoctrinados que están. No son seres humanos normales, son una especie totalmente distinta. Una especie cuya ideología entera está empapada de una arrogancia desenfrenada.


8.47 h


Hamilton Rogers pidió silencio con un gesto. En cuestión de segundos los aplausos cesaron, el reverendo Beck le dio el micro y Rogers se acercó a la parte frontal del escenario. Miró a la congregación y empezó a mencionar nombres, reconociendo a los nuevos miembros. Uno a uno se iban levantando: el joven presidente de una compañía taiwanesa de exportaciones; una mujer de mediana edad que era una importante política de centroizquierda de un país de América Central; un banquero australiano de cincuenta y dos años; un físico nuclear californiano de sesenta y siete años que había ganado un premio Nobel; un famoso magnate de la prensa italiana conservador de setenta años; y luego otro, y otro. A cada uno le seguía un aplauso estrepitoso. Ya fueran de izquierdas, de derechas o de centro, su orientación política parecía no importar.

Y entonces el vicepresidente Rogers llamó al resto. No eran los nuevos miembros sino los «viejos amigos», dijo él, «amigos muy queridos, miembros de hace mucho tiempo que se han reunido aquí con nosotros en esta ocasión tan memorable».

– La congresista de Estados Unidos Jane Dee Baker; el secretario de Estado, David Chaplin; el secretario de Defensa, Terrence Langdon; el general de las fuerzas aéreas y jefe del Estado mayor, Chester Keaton; eí jefe de personal de la Casa Blanca, Tom Curran, y el confidente presidencial, Evan Byrd.

De nuevo, el templo se llenó con otro estruendoso aplauso. Un aplauso que se intensificaba a medida que el público se fue poniendo de pie para homenajear con orgullo a todos aquellos a los que Rogers había mencionado.

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