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18.18 h


Marten y el presidente avanzaban como dos ciegos a tientas por la oscuridad absoluta del túnel, siguiendo las viejas vías de las vagonetas con el tacto de los pies, lo mismo que venían haciendo desde hacía casi una hora y media.

Andaban muy cerca el uno del otro, en fila, con el de atrás todavía aferrado al cinturón del de delante. En cuatro ocasiones habían tropezado con algún obstáculo y habían estado a punto de caerse, pero el de atrás hizo su trabajo y tiró del cinturón del de delante, impidiendo así la caída. Una vez se cayeron los dos. Esa vez Marten iba detrás y el presidente, pensando que había visto un agujero delante de él, se apartó de pronto y provocó que Marten se estrellara encima de él y soltara un grito ahogado cuando cayó con fuerza encima de los raíles del suelo. Después de este accidente empezaron a rotar más a menudo para que el de delante no llevara la carga de avanzar a tientas durante demasiado rato, lo cual provocaba que la mente lo engañara y le hiciera ver cosas que no estaban o temer que el de atrás tropezase y los tirase de pronto a los dos al suelo, en vez de concentrarse en el camino.


18.20 h


Una vez más cambiaron de posición, esta vez Marten tomando la delantera. Durante la última hora el presidente no había dicho casi nada y Marten empezaba a preocuparse de que se hubiera hecho daño en la caída.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó.

– Sí, ¿y usted?

– Sí, de momento.

– Bien, pues sigamos.

Y eso era lo más lejos que llegaba la conversación. Entonces fue cuando Marten se dio cuenta de que el presidente no estaba herido, sino que estaba pensando, y probablemente llevara así un buen rato.

Cinco minutos más y volvieron a cambiar de posición. Seis más y cambiaron de nuevo. La conversación se repetía una y otra vez. ¿Todo bien? Sí. Bien. Sigamos.


18.37 h


– Sigue siendo sábado -dijo de pronto el presidente, con la voz ronca por el polvo y la sequedad-. Aparte del día en que murió mi esposa, éste ha sido el más largo de mi vida.

Marten no supo qué contestar y no lo hizo. Pasaron treinta segundos y el presidente volvió a decir algo.

– Creo que es prudente pensar que a estas alturas mis «amigos» o sus representantes ya habrán encontrado el cadáver de Foxx y sabrán que la explosión ha sido una operación de protección del plan maestro de Foxx para impedir que nadie descubra lo que se practicaba en ese laboratorio.

»Si sabían que yo estaba con él -lo que ya habíamos supuesto-, al no encontrarme supondrán que estoy en algún lugar de túnel, ya sea muerto o desesperadamente atrapado en su interior. Eso significa que pronto, si no lo ha hecho ya, el vicepresidente asumirá el cargo y autorizará los asesinatos de Varsovia.

»Una vez ejecutados los asesinatos, el siguiente paso de su plan se pondrá en marcha. En Francia y en Alemania se convocarán elecciones rápidamente. Su gente, la gente que quieren ver en el poder, sea como sea que lo tienen organizado -y lo tienen organizado, porque me lo han dicho y yo les creo- será elegida, garantizando así el pleno apoyo de ambos países en las Naciones Unidas. Después de esto ya sólo será cuestión de tiempo, tal vez de días, antes de que empiece el genocidio en los estados musulmanes.

»Esta mañana, en la playa, le he hablado de la reunión anual de miembros del New World Institute que se celebra ahora mismo en la estación invernal de Port Cerdanya, en unas montañas no lejos de aquí. También le he contado que el plan original era que yo fuera el invitado sorpresa en la sesión del amanecer de mañana domingo, y que éste era mi destino cuando salí de Madrid. Mi intención era dirigirme a ellos tal y como estaba previsto, contarles la verdad sobre lo que ha ocurrido y advertirles de lo que está por llegar. Y sigo teniendo esta intención, señor Marten.

Marten no dijo nada, sencillamente siguió andando, palpando con el pie derecho el canto de la vía derecha, encabezando la expedición, manteniéndolos en el camino.

– Conseguirlo no es imposible, señor Marten. He volado por encima de esas montañas alguna vez. Sé donde está la estación, también respecto a Montserrat. Solía pilotar avionetas fumigadoras en California; conozco el aspecto de las cosas desde el aire. A menos que nos hayamos desviado completamente cuando entramos en estos túneles, y no creo que lo hayamos hecho, hemos seguido una trayectoria bastante recta, alejándonos del monasterio y acercándonos a la estación de invierno.

– ¿A qué distancia puede encontrarse, en línea recta? -preguntó Marten.

– Veinticinco, veintiocho, treinta kilómetros como mucho.

– ¿Cuántos cree que hemos recorrido por aquí dentro?

– Seis o siete.

– Presidente, primo -Marten se detuvo de repente y se volvió a mirarlo-. Dejando de lado las buenas intenciones, no tenemos mapa, ni tampoco manera humana de saber adónde llevan esos túneles. Podrían estar haciendo curva sin que nos demos cuenta, y estaríamos yendo en una dirección totalmente distinta. O tal vez no vayamos en la dirección que usted cree y estemos en un ramal que lleva al norte, al sur, al este o al oeste. Y hasta si estamos en la buena dirección, no tenemos forma de saber si ha habido desprendimientos más adelante que bloqueen el camino por varios sitios. Aun suponiendo que sea un camino directo y no esté bloqueado, no tenemos ni idea de cuántos kilómetros tiene. Podría acabar dentro de medio kilómetro o dentro de veinte. La estación de invierno podría estar a más de treinta kilómetros por superficie a partir de ahí. Y eso, suponiendo que al final de este túnel encontremos una salida. Si estas galerías son tan antiguas como parecen, con las vías tan oxidadas como lo están, habrán sido tapiadas muchos años atrás para evitar que la gente se meta en ellas.

– ¿Qué está tratando de decirme?

– Lo que ni usted ni yo queremos oír, ni siquiera pensar. Que por mucho que usted tenga esperanzas de hablar con esa gente, la realidad es que podríamos no salir nunca de aquí. Llevo mucho rato tratando de buscar una corriente de aire que pudiera sugerir una abertura. Una grieta, una rendija, cualquier cosa que pudiéramos tratar de abrir o por donde pudiéramos colarnos para salir. Hemos visto varias, pero ninguna lo bastante ancha ni con la suficiente corriente de aire que me hiciera pensar que valía la pena invertir la poca energía que nos queda en intentarlo.

»Si llegamos al final de este túnel sin haber encontrado nada más prometedor, tendremos que volver atrás y buscar un ramal lateral que se nos haya podido escapar en la oscuridad, si es que hay alguno. Y después, si no hemos encontrado nada, no sé qué vamos a hacer. Siento echar por tierra sus esperanzas, presidente, pero a estas alturas no tiene nada que hacer ni con esa gente a la que quiere dirigirse, ni con los asesinatos de Varsovia ni con el mismísimo genocidio. Ahora mismo, las únicas vidas que importan son las nuestras, y si no encontramos pronto una salida tenemos muchas probabilidades de morir aquí atrapados. Con agua, nos doy diez días. Dos semanas como mucho.

– Encienda una cerilla -dijo el presidente bruscamente.

– ¿Qué?

– Le he dicho que encienda una cerilla.

– Presidente, primo… necesitamos todas y cada una de las cerillas que nos quedan.

– ¡ Que la encienda!

– Sí, señor -Marten se agachó un poco y buscó la cajetilla en el bolsillo, luego cogió una cerilla y la encendió.

La llama iluminó el rostro del presidente como una antorcha. Su mirada se quedó fija en Marren.

– No son ni las siete de la tarde del sábado. El amanecer de mañana queda todavía muy lejos. Todavía hay tiempo de llegar a Port Cerdanya y dirigirme a la reunión. Todavía hay tiempo de evitar los asesinatos de Varsovia. Todavía hay tiempo de impedir el genocidio de Oriente Próximo. El presidente no morirá aquí, primo. No puede hacerlo y no lo hará. Hay demasiadas cosas en juego.

A la luz intermitente de la cerilla, Marten vio un hombre atormentado por el cansancio, con las ropas hechas jirones, la cara y las manos llenas de arañazos; cada poro, cada pelo, desde la barba hasta la cabeza, llenos de polvo, suciedad y mugre. Un hombre que podría darse por vencido pero no lo hacía.

Y si no lo hacía, tampoco lo haría Marten.

– No morirá aquí, presidente -le dijo, con la voz igual de ronca que la del presidente-. De alguna manera encontraremos la salida. De alguna manera, usted hablará ante esa reunión.

El presidente miró fijamente a Marten:

– Eso no me basta.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero que me lo prometa. Quiero su palabra de honor.

La llamita de la cerilla se quedó en una chispa insignificante. Lo que segundos antes había sido una idea sorprendentemente noble, un sueño imposible o, sencillamente, una esperanza alocada de la que Marten había sido persuadido, el presidente lo había convertido en un pacto profundamente personal. Algo que elevaba el nivel del juego de modo que la tarea que tenían por delante se convertía en algo más que un compromiso físico y mental; se convertía en un compromiso entre dos almas.

– Es usted un cabronazo muy obstinado. -Deme su palabra.

Marten vaciló y la cerilla se quemó del todo, dejándolos de nuevo en la más negra oscuridad.

– La tiene -susurró finalmente-. Tiene mi palabra.

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