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12.20 h


Demi sintió cómo se le aceleraba el pulso cuando el monovolumen del monasterio benedictino de Montserrat llegaba al final de la larga carretera de montaña y trazaba una curva cerrada para entrar en la zona restringida del aparcamiento. Por la ventana veía ahora con claridad el grupo de edificios de color arena que antes había visto desde lejos. Incluso a tamaño real, le seguía pareciendo una fortaleza aislada, inalcanzable encima del acantilado de ochocientos metros de altitud; formada, entre otras edificaciones, por su famosa basílica, un museo, un restaurante, un hotel y unos cuantos apartamentos privados.

La puerta del vehículo se abrió de pronto y un joven cura apareció al otro lado contra la intensa luz del sol.

Welcome to Montserrat -les dijo, en inglés.

En unos instantes los guiaba a través de una plaza llena de turistas y luego por unas escaleras que llevaban a la basílica. Beck llevaba una pequeña bolsa de viaje; la bruja, Luciana, su bolso negro y grande; Demi, una pequeña maleta de material fotográfico en la que llevaba una bolsa más pequeña con neceser y ropa interior, más dos cámaras profesionales colgadas del hombro: una Nikon de 35 mm y una Canon digital.

El cura los llevó por debajo de un arco de piedra hasta el patio interior de la basílica, en el que había también muchos turistas. El reloj de la torre de la basílica indicaba las 12.25 h. Habían llegado con la máxima puntualidad. En aquel momento Demi pensó en los primos Jack y Harold; se preguntó dónde estarían -si seguirían con el chófer de la limusina y estaban de camino, o…- y sintió que se le encogía el estómago. ¿Y si habían sido detenidos en alguno de los controles? ¿Entonces qué? ¿Qué haría ella? ¿Y qué haría Beck?

– Por aquí, por favor. -El cura los guiaba por un pasillo largo y porticado, a través de una serie de arcos de piedra con símbolos heráldicos grabados y lo que parecían inscripciones religiosas escritas en latín. Entonces lo vio y el corazón se le subió a la garganta: incrustada en uno de los últimos paneles estaba la escultura en piedra de un antiguo cruzado cristiano. Tenía la cabeza y el cuello cubiertos por malla metálica y descansaba el brazo en un escudo triangular. En el escudo había grabado el signo de Aldebarán, la cruz con bolas en las puntas. Era la primera vez que lo veía fuera de los libros, o los dibujos, o los tatuajes en los pulgares izquierdos de los miembros de la secta. Se preguntó cuánto tiempo debía de tener aquel relieve y quién más, a lo largo de los años o los siglos, lo había visto y reconocido y comprendido su significado.

– Por aquí -les dijo otra vez el cura, mientras los hacía entrar por otro pasillo, éste más estrecho y alineado de velas votivas de luz parpadeante. Donde antes hubo un buen número de turistas, ahora había ya sólo unos pocos. A cada paso se alejaban más y más del centro de la actividad.

Demi oyó el tintineo de sus cámaras chocando entre ellas y, al mismo tiempo, sintió un escalofrío helado en la nuca y en los hombros. Recordó entonces el sonido de la voz de su padre, como si le susurrara la advertencia que le había escrito tantos años antes: «bajo ningún concepto intentes descubrir qué le ocurrió».

Miró hacia atrás presa del pánico. Excepto por la hilera de llamas de las candelas votivas, el pasadizo estaba vacío.

Cinco pasos más y el cura se detuvo ante una puerta maciza de madera en forma de arco. Al instante, se volvió hacia un panel de madera instalado en el marco de piedra que había junto a la puerta y lo deslizó hacia atrás: tras él había un teclado electrónico. Marcó un código de cuatro dígitos, apretó la tecla de obertura y luego volvió a cerrar el panel y abrió el pomo de hierro de la puerta. Se abrió con facilidad y entonces les hizo un gesto para que pasaran. Lo hicieron y allí los dejó, cerrando la puerta detrás de él.

Comparado con la luz clara del mediodía que había en el exterior, el lugar parecía desmesuradamente oscuro. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a él. Estaban en una especie de despacho, con una serie de butacas de madera ornamentada de respaldo alto dispuestas a lo largo de una pared y una inmensa estantería en la pared de enfrente. Una enorme mesa de despacho de madera con una butaca de piel completaban el mobiliario y estaban colocadas cerca de una puerta cerrada que había al fondo. El techo era alto y en forma de bóveda, mientras que las paredes parecían ser de la misma piedra antigua que el resto de edificaciones del monasterio. El suelo era igual, pulido y brillante en algunos lugares por el paso de las personas y del tiempo.

– Espere aquí, por favor, Demi -dijo Beck en voz baja, y luego llevó a Luciana por la puerta que había al fondo de la estancia. Al llegar a ella dio unos golpecitos, entraron y Beck cerró la puerta detrás de ellos.

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