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Manchester, Inglaterra. Finca rural de los Banfield, Halifax Road, 9.43 h


Una bruma densa cubría los verdes parajes de la zona. A lo lejos se veían nubes cargadas de lluvia por encima de las colinas. Desde la cima en la que se encontraba Ian Graff se podía ver el río y, si se daba la vuelta, la magnífica casa que los Banfield acababan de construirse: mil y pico metros cuadrados de cristal, acero y piedra: ninguno de los cuales tenían nada que ver ni con la historia de Inglaterra ni con el paisaje rural en el que estaba ubicada. Pero a Fitzsimmons & Justice se les pagaba por diseñar el paisaje, no la casa. Era a este lugar, en esta mañana de sábado tan húmeda, donde había vuelto una vez más, con los planos enrollados debajo del brazo, para comprobarlos una vez más antes de presentarlos -sin ninguna ayuda de Nicholas Marten- a Robert Fitzsimmons, quien a su vez los presentaría otra vez a los muy jóvenes, muy nuevos ricos, recién casados y muy caprichosos señores Banfield.

Graff se subió el cuello del abrigo para protegerse de la humedad y estaba justo girando los pies enfundados en botas de agua en dirección a la casa principal cuando vio el Rover sedán azul marino aparcado debajo de la colina y dos hombres con gabardinas que se dirigían por el fangoso sendero hacia él.

– Señor Ian Graff -lo llamó el primero de ellos, un tipo bajo y fornido, de pelo negro con las sienes plateadas.

Era la voz de la autoridad; sabían quién era.

– ¿Sí?

El segundo de los hombres era alto y tenía el pelo gris. Hurgó en el bolsillo de su gabardina a medida que se le acercaba y sacó una pequeña cartera de piel. La abrió y se la mostró:

– John Harrison, Servicio de Seguridad. Este es el agente especial Russell. Hace una hora y veinte minutos ha hecho usted una llamada desde su despacho al móvil de Nicholas Marten.

– Sí. ¿Por qué? ¿Tiene algún problema?

– ¿Por qué ha hecho la llamada?

– Soy su supervisor en la empresa de arquitectura paisajística Fitzsimmons & Justice.

– Responda a la pregunta, por favor -insistió el agente Russell, acercándose un poco más a él.

– Le he llamado porque él me lo pidió. Si miran a su alrededor verán los acres que estamos a punto de diseñar. Entre las muchas especies que hay que plantar están las azaleas. Él estaba trabajando en la planificación y me pidió que le leyera toda la lista de azaleas porque se le había olvidado una especie en concreto que quería utilizar. Yo he cogido la lista, le he llamado y le he recitado los nombres.

– ¿Y qué más?

– La línea se ha cortado. He intentado volver a llamarle pero no he tenido suerte.

– Dice que él le pidió que lo llamara -volvió a hablar el agente Russell-. ¿Quiere decir que él lo ha llamado y le ha pedido que lo llamara usted?

– Por así decirlo, sí. Ha llamado a mi casa pensando que, al ser sábado, estaría en casa. Mi asistenta ha cogido el teléfono y me ha pasado el mensaje al despacho.

– Su asistenta.

– Sí, señor. Aunque no estoy muy seguro de por qué ha llamado a casa. Él sabía que yo estaba en el despacho, llevamos mucho retraso en un proyecto importante. Éste -dijo Graff, señalando a la casa y el terreno a su alrededor.

El agente Harrison miró un momento más a Graff y luego miró al paisaje que lo rodeaba.

– Es un buen trozo de tierra. Pero la casa no me gusta, el estilo no pega nada.

– Estoy de acuerdo con usted.

– Gracias por su tiempo, señor Graff.

Y así, los agentes Harrison y Russell dieron media vuelta y volvieron a su coche por el camino enfangado.

– ¿Está en apuros? -preguntó Graff, en voz alta-. ¿Tiene el señor Marten algún problema con el gobierno?

No hubo respuesta.

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