La iglesia dentro de la montaña, 20.20 h
Demi caminaba junto a la hilera de sesenta monjes y los fotografiaba mientras salían de las cuevas iluminadas con velas y entraban en la iglesia, en fila india, cabizbajos y entonando cánticos. Primero usó la Canon digital y luego cambió a la Nikon de 35 mm; luego volvió a la Canon, con el dispositivo telefónico oculto bajo la larga túnica escarlata que Cristina le había proporcionado, mediante el cual enviaba las imágenes a su página web en París.
Los cánticos colectivos de los monjes resonaban por las paredes de piedra del templo como formando una delicada plegaria, una única línea melódica que se elevaba y luego caía para volverse a elevar otra vez. Al principio Demi pensó que el cántico, como los nombres grabados en las lápidas de los panteones del suelo de la iglesia, era en italiano, pero no lo era. Ni tampoco era español, sino un idioma que no había escuchado jamás.
Los monjes rodearon la iglesia una vez, luego otra y luego salieron, pasaron a través de un portal alto y entraron en un antiguo anfiteatro de piedra que había en el exterior. Allí repitieron la letanía un par de veces más, y luego otro par, mientras formaban un semicírculo a la luz de tres hogueras que ardían en un triángulo circunscrito en una enorme piedra circular; una piedra que era la pieza central del anfiteatro y que tenía la cruz de Aldebarán tallada en el centro.
Demi se acercó con cautela al otro lado de las hogueras, cerca de la zona de asientos del anfiteatro, donde había fácilmente doscientas personas -hombres, mujeres y niños-, desde muy ancianas hasta críos sentados en el regazo de sus madres. Todos llevaban túnicas escarlata iguales a la que llevaba Demi.
Más allá de las hogueras veía el valle que había cruzado para llegar hasta ahí, donde la fina neblina de la mañana se había transformado en una niebla densa que se levantaba como si fuera una bruma marina y empezaba a envolverlos. Por encima de todo se elevaban los altos picos de las montañas, que servían para aislar la iglesia y por encima de los cuales la luna llena se encaramaba por encima de oscuros nubarrones.
De pronto, los cánticos de los monjes se detuvieron y por un largo instante todo quedó en silencio. Luego, una potente voz masculina se levantó desde la oscuridad de detrás. Profunda y melódica, sonaba como si fuera algún tipo de llamada pagana, una breve plegaria a los espíritus recitada en el mismo idioma de los monjes.
De inmediato, los espectadores respondieron como en un coro, repitiendo al unísono lo que se decía.
La voz volvió a sonar como antes, transportada a través de la oscuridad. Entonces una figura envuelta en una túnica negra y encapuchada avanzó a la luz de las hogueras y se situó en el centro del círculo de piedra. Al instante, la figura levantó los brazos y echó la cabeza hacia atrás. Demi se quedó sin respiración: era el reverendo Beck, a quien veía por primera vez desde que habían llegado. De inmediato, se apartó de la congregación y se refugió en las sombras. Con las cámaras levantadas, se puso a fotografiar deliberadamente: a Beck, a la congregación, a los monjes, utilizando una cámara y luego la otra como había hecho antes.
Con la cabeza echada hacia atrás y los brazos levantados, Beck retronaba unas órdenes a los cielos como si su voz alcanzara la luna y más allá para convocar a los espíritus que reinaban en la noche. Luego se volvió hacia la oscuridad entre las hogueras. Otra vez levantó los brazos y profirió la misma orden que acababa de lanzar al cielo. Durante un rato no sucedió nada, y luego una visión de blanco apareció lentamente a través de la oscuridad, avanzando por en medio de las hogueras hasta entrar en el círculo.
Era Cristina.
Beck se volvió hacia la congregación y volvió a hablar, con el brazo derecho extendido, haciendo un gesto hacia el gran círculo de piedra. La congregación respondió, repitiendo lo que él había dicho y añadiendo luego unas palabras que a Demi sólo le sonaban como nombres de estrellas distantes. Había cuatro en total, pronunciados rápida y entrecortadamente, como si convocaran a los dioses.
Con las cámaras disparando sin cesar, Demi se acercó un poco.
Ahora Beck salía de la luz de las hogueras. En su lugar, con tanta rapidez que pareció fruto de un truco de magia, apareció Luciana. Llevaba una túnica dorada y en la mano una varita larga de rubíes. Tenía la abundante melena negra recogida en un moño apretado. El maquillaje de los ojos, igual de oscuro, estaba acentuado con unas teatrales líneas que iban del rabillo de los ojos hasta los lóbulos de las orejas, mientras que unas horribles uñas de al menos veinticinco centímetros habían sido pegadas a sus dedos.
Con un movimiento tan grácil como el de una bailarina, se colocó detrás de Cristina y con la varita dibujó un círculo en el aire por encima de su cabeza. Luego, con la misma delicadeza, se apartó para pasar la varita por la gran piedra circular. Hecho esto, miró a la congregación. Con las maneras de una sacerdotisa, ejercía como tal en la ceremonia. De pronto gritó una frase cargada de poder y certeza, como si acabara de formular un hechizo. Avanzó hasta el borde del círculo, con los ojos moviéndose ferozmente por la congregación, y gritó el hechizo otra vez.
Y otra vez.
Y otra.