Air Force One, sobrevolando el sur de Alemania, 14.15 h
La entrevista televisada con la corresponsal jefe de la CNN en Europa, Gabriella Roche, llevaba mucho tiempo planificada y el presidente Harris pasó con ella los primeros treinta minutos de su vuelo de Berlín a Roma. El vuelo había sufrido un retraso de treinta y siete minutos debido a lo que los controladores aéreos berlineses llamaban tráfico excesivo en el aeropuerto de Tegel de Berlín, pero Jake Lowe le había dicho discretamente al presidente Harris que en realidad se trataba de un capricho de la canciller alemana, Anna Bohlen, que tenía ganas de «romperte las pelotas un poco más. Hacerte saber cuáles son sus verdaderos sentimientos».
– Ya los conozco, sus malditos sentimientos, Jake, pero la necesitamos -dijo Harris-. Así que, no veo qué más podemos hacer, aparte de ignorarlo.
– Señor presidente -respondió Lowe rápidamente-. ¿Y si la necesitamos ahora mismo?
– ¿Qué quieres decir, con «ahora mismo»?
Lowe empezó a contestar pero entonces, su siempre consciente de los horarios jefe de personal, Tom Curran, los interrumpió, diciéndole que era la hora de la entrevista con Gabriella Roche, de la CNN.
Media hora más tarde había acabado la entrevista. Harris bromeó un poco con Roche y con su equipo de cámaras y luego les dio las gracias y entró directamente en su suite ejecutiva, donde le esperaba Jake Lowe. Con él, en mangas de camisa, estaba el enorme doctor James Marshall, de casi dos metros de altura, asesor de seguridad nacional, que había volado de Washington a Berlín y se había incorporado a la comitiva cuando abordaban el avión.
Harris cerró la puerta y luego se quitó la chaqueta y miró a Lowe:
– ¿Qué quieres decir con «si necesitamos a la canciller Bohlen ahora mismo»? -le dijo, como si su breve conversación acabara de tener lugar y no hubiera habido una entrevista televisada por en medio.
– Dejaré que te lo cuente el doctor Marshall.
Marshall se sentó delante del presidente.
– Estamos en uno de los momentos más preocupantes de nuestra historia, tal vez más preocupante que el punto álgido de la guerra fría. Cada vez me preocupa más nuestra capacidad de reaccionar rápidamente y con decisión ante una emergencia grave.
– No estoy seguro de comprenderte -dijo Harris.
– Supongamos que ocurre algo durante las próximas horas y que tenemos que tomar medidas inmediatas y significativas en alguna parte del mundo: necesitaríamos los votos franceses y alemanes apoyándonos en la ONU; actualmente, y usted lo sabe por experiencia propia, es muy improbable que los obtuviéramos.
»Juguemos a las posibilidades, señor presidente. Por un instante, olvídese de la actual política que reina en Oriente Próximo. Olvídese de Irak, de Israel, de Palestina, del Líbano, incluso de Irán. Ésta es una posibilidad más sencilla y profunda: supongamos que Al-Qaeda u otro grupo ferviente de yihadistas, y los hay a cientos, atacara Arabia Saudí esta medianoche. Con la fuerza fanática suficiente, al amanecer se podrían haber cargado a la familia real saudí al completo. El gobierno se hundiría y el movimiento fundamentalista explotaría por toda la región. Los moderados caerían y, o bien serían aniquilados o bien se unirían a ese fanatismo religioso, que se extendería como un reguero de pólvora. En pocas horas, Arabia caería, luego Kuwait, luego Irak e Irán, luego Siria y probablemente Jordania. En menos de treinta y seis horas Al-Qaeda lo controlaría todo y se acabaría el suministro de petróleo a Occidente, así de fácil. Y ¿entonces qué?
– ¿Qué quiere decir, «y entonces qué»? -El presidente miraba directamente a su asesor-. ¿Es esto un juego de posibilidades, o dispones de información de Inteligencia y estamos hablando de algo real? No me vengas con chorradas, Jim. Si es real, quiero saberlo. Y ahora mismo.
Marshall miró a Jake Lowe y luego otra vez al presidente.
– Lo que es, señor presidente, es una perspectiva auténtica que proviene de varias fuentes colectivas y debe ser tenida muy seriamente en consideración. Si sucediera, nos resultaría casi imposible reaccionar con rapidez o lo bastante globalmente como para detenerlo. Una respuesta nuclear inmediata podría ser nuestra única salida, una respuesta que no tendríamos tiempo de debatir en el Consejo de Seguridad. Necesitaríamos a todos sus miembros en la misma sintonía y en danza en cuestión de horas. Eso significa que tenemos que saber de antemano que todas las naciones miembros nos respaldan al cien por cien. Y como bien sabemos, puede que Alemania no esté en el Consejo de Seguridad, pero por su influencia, podría muy bien estarlo.
– Lo que Jim quiere decir, señor presidente -añadió Lowe tranquilamente- es que debemos contar con una disposición que garantice el apoyo instantáneo, continuado e incuestionable de la ONU a Estados Unidos. Y, como he dicho antes, tal y como están ahora las cosas, no lo tenemos.
El presidente Harris miró a uno y otro hombre. Ambos eran miembros de su círculo privado desde hacía muchos años, buenos amigos y asesores de confianza, hombres a los que conocía desde hacía mucho tiempo, y ahora le estaban intentando hacer comprender la importancia y relevancia de sus recientes reuniones con los líderes de Francia y Alemania. Además, no sólo necesitarían a alemanes y franceses, sino también a rusos y chinos. Todos sabían que si tenían a Francia y a Alemania detrás, en especial si el asunto tenía que ver con Oriente Próximo, los rusos también los apoyarían, así como los chinos.
– Compañeros -dijo, en el estilo próximo que utilizaba con los amigos-, la escena que me pintáis puede que sea precisa, y que Dios nos asista si lo es. Pero tengo serias dudas de que los franceses y los alemanes no hayan considerado ya alguna versión de la misma y no hayan planificado algún tipo de reacción. De la misma manera, os puedo garantizar que renunciar a su postura sobre una situación así, sin una seria inteligencia detrás, y darnos un cheque en blanco de la noche a la mañana para que hagamos lo que queramos no es su estilo en absoluto.
– Eso no tiene que ser así necesariamente. -El doctor Marshall se inclinó un poco hacia delante y juntó las manos sobre su regazo.
– No te sigo.
– Supongamos que los líderes de estos dos países estuvieran dispuestos a darnos un cheque en blanco.
El presidente levantó las cejas:
– ¿Qué demonios significa esto?
– No le va a gustar.
– Inténtalo.
– La retirada física de su puesto del presidente de Francia y de la canciller de Alemania.
– ¿Retirada física?
– El asesinato, señor presidente, de los dos. Para ser sustituidos por líderes en los que podamos confiar, ahora y en el futuro.
Harris vaciló y luego, lentamente, sonrió. Era una broma, lo sabía.
– ¿Qué pretendéis hacer, chicos? ¿Entrar en los juegos de rol? ¿Imaginar una situación alarmante, localizar a los camorristas que no están dispuestos a colaborar, apretar el botón de «asesinar» y luego insertar a quienquiera que se considere más adecuado y escribir un final de creación propia?
– No es ningún juego, presidente. -Marshall miraba al presidente fijamente-. No puedo hablar más en serio. Quitar de en medio a Geroux y a Bohlen y asegurarnos de que ciertas personas a las que queremos ver en el poder sean elegidas en su lugar.
– Así de fácil -el presidente estaba atónito.
– Sí, señor.
El presidente miró a Jake Lowe.
– Sospecho que tú estás de acuerdo.
– Sí, señor presidente, lo estoy.
Por unos instantes, Harris se quedó helado y en silencio mientras asimilaba el peso de lo que acababa de escuchar. De pronto estalló con rabia:
– Os voy a decir una cosa: nada de esto va a ocurrir bajo mi mandato. Primero, porque bajo ninguna circunstancia participaré en ningún asesinato. Segundo, porque el asesinato político está prohibido por ley, y yo he jurado respetar la ley.
»Es más, aunque os salierais con la vuestra y los asesinatos se llevaran a cabo, ¿qué esperaríais ganar? ¿Exactamente a quién querríais ver en el poder y cómo os aseguraríais de que son elegidos? Y, aunque lo fueran, ¿qué os hace pensar que podemos confiar en que ellos harían lo que nosotros quisiéramos, cuando quisiéramos y durante todo el tiempo que lo necesitáramos?
– Esta gente existe, señor presidente -dijo Lowe serenamente.
– Se puede hacer, señor -añadió Marshall-, y con bastante rapidez. Le sorprendería.
Los ojos de Harris se pasearon furiosamente de un hombre al otro.
– Caballeros, dejadme que os lo vuelva a decir: no habrá asesinatos políticos por parte de Estados Unidos de América, no mientras yo sea presidente. Y si volvéis a hablar del tema, ya podéis desempaquetar los palos de golf y apuntaros a un campeonato porque dejareis de formar parte de esta administración.
Durante un larguísimo instante, ni Marshall ni Lowe apartaron los ojos del presidente. Finalmente, Marshall habló, y lo hizo en un tono impregnado de condescendencia:
– Creo que comprendemos su postura, señor presidente.
– Estupendo -dijo Harris, manteniéndoles la mirada y sin darles tregua-. Y ahora -dijo, bruscamente-, si no os importa, hay algunos temas que me gustaría revisar a solas antes de aterrizar en Roma.