29

Evan Byrd lo recibió en la puerta de su casa como al ex compañero de colegio al que hacía años que no veía, no con un apretón de manos sino con un cálido abrazo.

– Qué alegría verte, John -le dijo, llevándolo más allá de una fuente adornada y luego al interior de la casa por un vestíbulo de azulejos andaluces, hasta una sala de paredes de madera oscura con una barra y grandes butacas de cuero frente a una chimenea en la que chisporroteaba un fuego.

– No está mal para ser un funcionario retirado, ¿no? -sonrió Byrd-. Siéntate. ¿Qué te apetece beber?

– Pues no lo sé, ya he tomado mi buena ración de alcohol, hoy. Agua, o café solo, si tienes.

– No te quepa duda. -Byrd le hizo un guiño y apretó el botón de un interfono en la barra para pedir el café. Luego fue a sentarse en una butaca al lado de Harris.

Evan Byrd tenía setenta y pocos años e iba vestido de manera informal, con unos pantalones color crema y un jersey a juego. Era de complexión más bien robusta, pero estaba en buena forma, todavía con la estilosa melena de pelo gris y las patillas que Harris recordaba. Byrd había estado en el mundo de la televisión y la política de Washington durante casi cuarenta años, antes de jubilarse en España, y seguía contando con una activa agenda que sería capaz de avergonzar a la mayoría de periodistas políticos. Eso significaba que conocía prácticamente a todo aquel que valía la pena conocer y, por tanto, ejercía una influencia considerable sin aparentarlo nunca.

– Bueno, ¿y cómo ha ido, esta noche? -dijo.

– No estoy muy seguro -respondió Harris, dejando caer la mirada hacia el fuego-. España está en lucha consigo misma. El presidente es un tipo agradable, tal vez demasiado altruista y demasiado a la izquierda para conseguir nada que impulse realmente la economía del país. Pero los líderes empresariales, los tipos poderosos que han cenado con nosotros, son en su mayoría fiscalmente conservadores, ven el balance final como parte de la identidad nacional. Tienen dinero para invertir y al mismo tiempo quieren que se invierta en ellos. Quieren formar parte del mismo mercado global que todo el mundo, y eso los hace estar incómodos con sus propios dirigentes. Pero, aun así, el presidente ha tenido los cojones de tenerlos allí, de modo que habrá que darle crédito por esto. Y por supuesto, todos están preocupados por el terrorismo y por dónde va a caer la siguiente piedra. En este tema nadie está a salvo.

– ¿Y qué hay de Francia y Alemania?

– Lees los periódicos, Evan, ves la televisión. Lo sabes tan bien como yo. No ha ido bien.

– ¿Y qué vas a hacer al respecto?

– No lo sé. -Por un instante brevísimo, el presidente apartó la mirada. Luego miró a Byrd-. De veras, no lo sé.

Justo entonces, una voz sonó por el ínter fono:

– Su café está listo, señor.

– Gracias -respondió Byrd mientras se levantaba-. Vamos, John. Tomaremos café en la sala. -Sonrió mientras el presidente Harris se disponía a seguirlo-. Tengo una sorpresa para ti.

Harris refunfuñó:

– No a estas horas de la noche, Evan; estoy muy cansado.

– Créeme, te encantará.


En la sala había siete hombres esperándolos y el presidente los conocía a todos. El vicepresidente de los Estados Unidos, Hamilton Rogers; el secretario de Estado, David Chaplin; el secretario de Defensa, Terrence Langdon; el director de los jefes comunes de personal y jefe del Estado Mayor de Estados Unidos, Chester Keaton, y los hombres a los que había visto por última vez en Roma, Tom Curran, su jefe de personal; Jake Lowe, su primer asesor político, y el doctor James Marshall, asesor de seguridad nacional.

Evan Byrd cerró la puerta detrás de él.

– Bueno, señores, es desde luego una sorpresa -dijo Harris con voz átona, tratando de ocultar su asombro-. ¿A qué se debe?

– Señor presidente -empezó Lowe-, como usted sabe, la reunión de la OTAN en Varsovia tendrá lugar dentro de unos días. Antes, cuando entramos en Irak, cuando tuvimos problemas con Francia y Alemania y Rusia, nuestra gente no estaba todavía en su lugar. Ahora sí lo está. Nos lo han garantizado amigos de confianza. Amigos que están en posición de saberlo.

– ¿Qué amigos? ¿De qué me está hablando?

– Con el fin de evitar la impensable catástrofe de la que le he hablado con anterioridad -avanzó el asesor de seguridad nacional Marshall-, de que grupos terroristas ocuparan todo Oriente Próximo y sus reservas de petróleo en un plazo muy corto de tiempo, ha sido necesario que tomáramos la iniciativa de manera total y decisiva en esa zona del mundo. Para hacerlo, no nos podemos permitir ninguna voz discrepante en las Naciones Unidas. Nos han garantizado que ni Francia ni Alemania se opondrán esta vez, cuando les pidamos nuestro voto. Y, como usted sabe, si ellos no discrepan, con toda probabilidad tampoco lo harán ni Rusia ni China.

– ¿Garantizado?

– Sí, señor; garantizado.

El presidente miró aquellas caras tan familiares como si fueran realmente de su propia familia. Al igual que Lowe y Jim Marshall, estos hombres habían sido sus amigos y asesores de mayor confianza durante años. ¿Qué demonios estaba pasando?

– Exactamente, ¿qué es lo que pensamos hacer en Oriente Próximo?

– Por desgracia, no estamos en posición de decírselo, señor presidente -le dijo de manera directa el secretario de Defensa, Terrence Langdon-. La razón por la que estamos aquí es pedirle que autorice la retirada física de los actuales dirigentes de Francia y Alemania.

– La retirada física… -el presidente miró a Lowe y a Marshall. Lo habían iniciado antes; ahora tenían a todo el equipo con ellos. No lo comprendía. Él era un republicano conservador, lo mismo que ellos. Lo habían respaldado siempre, se habían asegurado de su nominación, habían salido de todos los obstáculos posibles para garantizar su elección-. Creo que asesinato es la palabra que usted busca, señor secretario.

Eso lo sacudió como un rayo y lo agitó hasta lo más íntimo. Se dio cuenta de que él no era en absoluto su presidente, sino su títere, y lo había sido desde el principio. Estaba allí porque ellos lo habían puesto allí. Porque estaban seguros de que haría todo lo que ellos le pidieran.

– ¿Quiénes son esos «amigos de confianza» a los que se refiere? -preguntó.

– Miembros de una organización que nos ha garantizado que la gente que será elegida para sustituir al presidente de Francia y a la canciller de Alemania darán pleno apoyo a nuestras acciones.

– Entiendo -dijo finalmente el presidente.

No tenía sentido preguntar qué organización era ésta, porque no se lo iban a decir. A cambio, se puso las manos en los bolsillos y anduvo hacia una ventana grande que daba a unos jardines iluminados. A través de ella podía ver a dos agentes del Servicio Secreto en medio de la penumbra. Habría más a los que no podía ver.

Durante un buen rato se quedó allí, de espaldas al grupo. Esperaban su respuesta. Podían esperar un rato más mientras él intentaba dilucidar, comprender cómo había ocurrido todo aquello y qué sería lo siguiente. Mientras tanto, las palabras de Jake Lowe irrumpieron en su cabeza.

«Antes, cuando entramos en Irak, cuando tuvimos problemas con Francia y Alemania y Rusia, nuestra gente no estaba todavía en su lugar. Ahora sí lo está.»

«Ahora sí lo está.»

Fuera cual fuese aquella organización, resultaba meridianamente claro que ellos, todos ellos, pertenecían a la misma y que, fuera lo que fuese lo que habían planeado, llevaban mucho tiempo tramándolo. Y ahora, finalmente, tenían a gente en cada país que estaba en posición para ejecutar el plan, incluido él mismo. Miró hacia atrás y luego cruzó la sala hacia ellos.

– ¿Pertenece a esta organización Harry Ivers? Todos conocen a Harry Ivers, el jefe del Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte, el hombre que estaba al cargo de investigar el accidente de avión del congresista Parsons. -De pronto miró a Tom Curran, su jefe de personal-. El congresista Parsons intentó concertar una reunión conmigo. Dos veces. Una durante y otra inmediatamente después de acabar las sesiones del comité sobre Inteligencia y Contraterrorismo. Usted sabía que tenía pleno acceso a mi despacho, en cualquier momento. ¿Por qué no se concertaron esas reuniones?

– Tenía usted la agenda llena, señor presidente.

– Tonterías, Tom. -El presidente miró a su alrededor, deteniéndose en cada uno de los ocho hombres-. El congresista Parsons estaba metido en algo, ¿no es cierto? Algo que ver con las investigaciones del subcomité sobre el programa supuestamente cancelado de las armas biológicas sudafricanas y el interrogatorio del doctor Merriman Foxx. Y adivino que este programa, o alguno de sus derivados, no está cancelado del todo. Y sea lo que sea, de alguna manera, nosotros, o para ser exactos, ustedes y sus «amigos de confianza», están involucrados en él.

»Ustedes creyeron que Mike Parsons, ultraconservador como era, se iba a mostrar de acuerdo con todo esto, pero no fue así y amenazó con denunciarlo ante mí si no lo retiraban del mismo. El resultado fue que lo asesinaron.

Se hizo un largo silencio y entonces habló el asesor de seguridad nacional, Marshall:

– No nos podíamos fiar de él, señor presidente.

El presidente, de pronto, se puso furioso.

– ¿Y su hijo? ¿Y el resto de personas que viajaban en el mismo avión?

– Era un asunto de seguridad nacional -dijo Marshall, con gesto frío y carente de emoción.

– Y su esposa también.

– ¿Quién sabe lo que le habría contado? Su médico le administró algo para ocuparse del problema.

– La doctora Stephenson.

– Sí, señor.

– Y como premio alguien le cortó la cabeza.

– Por desgracia, luego empezó a tener miedo y eso la puso en la categoría de «problemática», con lo cual hubo que acabar con ella.

La mirada del presidente dejó a Marshall y se deslizó hacia los demás. Todos ellos le devolvieron la mirada en silencio. Eso incluía a su asesor político y amigo íntimo Jake Lowe, y a su querido anfitrión, Evan Byrd.

– Dios mío -suspiró.

Ahí no tenía amigos. Ninguno. De nuevo volvió a oír las palabras de Jake Lowe. «Antes… nuestra gente no estaba todavía en su lugar. Ahora sí lo está.»Y antes no disponían de las armas necesarias.

Ahora sí.

– Lo que están tramando es una especie de guerra biológica. ¿Contra qué? ¿Los estados musulmanes?

– Señor presidente. -El vicepresidente Hamilton Rogers se puso delante de Marshall. Rogers era rubio y con los ojos feroces y oscuros, unos diez años más joven que él y mucho más conservador. La verdad es que se había resistido a tenerlo como compañero de campaña, por esa sensación de que era demasiado reaccionario, pero finalmente cedió a la presión de Lowe, quien le convenció de que Rogers sería capaz de presionar al voto. Ahora sabía por qué. Rogers era uno de ellos. Fueran quienes fuesen-. Por la seguridad de la nación le pedimos que autorice la eliminación física del presidente de Francia y de la canciller de Alemania. Por favor, concédanos esa autorización.

En aquel instante el presidente Harris supo que si no les concedía todo lo que ellos querían, lo matarían. Y entonces, por ley, el vicepresidente ocuparía la presidencia y autorizaría igualmente los asesinatos. Mientras los miraba -a ellos, a los cargos que representaban, los amplios contactos que tenían- se daba cuenta de que, de arriba abajo, no había nadie en quien osara confiar. Nadie. Ni siquiera su secretario privado, que llevaba con él casi veinte años, estaba libre de sospecha. Lo mismo ocurría con sus guardaespaldas del Servicio Secreto, y eso incluía a su SAIC, Hap Daniels. Lo que necesitaba era tiempo para encontrar una salida, descubrir una manera de detenerlos a ellos y aquel sórdido Armageddon que estaban tramando.

– ¿Dónde y cuándo desean llevar a cabo esta «retirada»? -dijo.

– En la reunión de la OTAN en Varsovia. Cuando esté todo el mundo mirando.

– Entiendo -asintió el presidente, y luego volvió a pasear la vista por las caras de aquellos hombres que lo miraban, esperando su respuesta-. Necesito tiempo para pensarlo -dijo, en voz baja-. Ahora estoy cansado. Me gustaría volver a mi hotel y descansar un poco.

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